RUIDO

Los gritos de los tertulianos de un programa basura nocturno se cuelan en mi dormitorio como si el televisor estuviera aquí dentro. Golpeo la pared y a los pocos segundos se hace el silencio. Es un ritual que llevo haciendo casi todas las noches de los últimos meses. Vecina octogenaria sorda e insomne. Ya me han aconsejado que le regale unos auriculares… igual le caen esta Navidad.

Ojala pudiera controlar el resto de los ruidos igual que este. Dura tan poco el silencio…

Las máquinas barredoras municipales alternan el estruendoso sonido del motor con los cepillos rotatorios y con ese pitido intermitente que avisa de su paso, como si a las siete de la mañana (hora en la que empiezan a limpiar mi calle, ida y vuelta por la acera de enfrente…) no se les viera y oyera de lejos. Estas máquinas sustituyeron a los operarios que manejaban sopladores entre los coches mientras sus compañeros barrían manualmente el polvo que ellos removían (y que normalmente quedaba depositado sobre los coches cercanos), sistema que era igual o más ruidoso que el actual. Me quedo con los barrenderos de toda la vida: escoba, recogedor y carro manual… o eso o cambian los horarios de limpieza y no me fastidian la última y más preciada hora de sueño.

Por supuesto y viviendo en una gran ciudad el ruido va con la hipoteca. Persianas, coches presumiendo de equipo de música, motos a escape libre, alguna que otra sirena, obras en la propia calle o alguna cercana con martillo neumático incluido, carretillas transportando palets al supermercado de enfrente…. El repertorio y los decibelios son inacabables.

Y por supuesto el rey de los ruidos: El camión de la basura. Siempre tarde, pero puntual, con su amplio juego de sonidos hidráulicos, silbidos y golpes. Nadie lo ha descrito tan bien como Eduardo Mendoza a través de su genial Gurb:

01:30 Me despierta un ruido tremebundo. Hace millones de años (o más) la Tierra se formó a base de horrorosos cataclismos: los océanos embravecidos arrasaban las cosas, sepultaban islas mientras cordilleras gigantescas se venían abajo y volcanes en erupción engendraban nuevas montañas: seísmos desplazaban continentes. Para recordar ese fenómeno, el Ayuntamiento envía todas las noches unos aparatos denominados camiones de recogida de basuras, que reproducen bajo las ventanas de los ciudadanos aquel fragor telúrico. Me levanto, hago pis, bebo un vasito de agua y me vuelvo a dormir.

 Solo que a mí a veces me cuesta volverme a dormir.

PISCINA

Hoy he inaugurado la temporada otoñal de piscina. Me saqué el pase hace dos semanas, pero hasta hoy no había conseguido sincronizar mis horarios con las actividades extraescolares y las clases de tarde de mi hijo.

Así que a las tres y media, hora en la que según el horario previsto tendríamos que estar ya en el agua, he pasado por casa para cambiarme, recogerlo y salir pitando, mientras intentaba ignorar al sofá que me miraba suplicante desde el salón, y me concentraba en la sensación placentera que me produciría sumergirme en el agua.

El baño ha sido todo un éxito (anímicamente hablando, porque estoy tan desentrenada que a los veinte minutos casi pido un salvavidas para acabar el largo). La piscina estaba prácticamente desierta, había calles de sobra, la temperatura del agua era ideal, ligeramente fresca sin producir sensación de frío, el silencio… salí del agua con esa relajación que te queda en el cuerpo después de un gran esfuerzo físico (que para mí lo había sido) y dispuesta a cualquier cosa tras una ducha caliente.

Y ahí se me acabó la relajación. Se me había olvidado que a las cinco empezaban las clases de natación para niños… y estaban todos en el vestuario, un colegio entero parecía aquello. Madres, niños/as, hermanos/as de los niños, carritos de bebé, mochilas escolares… casi no podía llegar hasta mi taquilla que estaba sitiada por una mujer que intentaba ponerle un bañador a una lagartija resbaladiza de unos cuatro años que no hacía más que escaparse, su hermana de unos seis vestida de uniforme que le miraba con sonrisa burlona, y varias mochilas, y ropa por todas partes, aquello parecía un mercadillo a última hora, con el agravante de que los vestuarios tienen una acústica horrorosa, así que los gritos de los niños retumbaban terriblemente.

Mientras me secaba el pelo observaba a las madres que estaban acabando de equipar a toda prisa a sus retoños con el gorro, gafas y albornoz y me acordaba de cuando yo misma tenía que salir corriendo del trabajo para recogerlos en el colegio y llevarlos al cursillo con el tiempo tan justo que como pilláramos un semáforo en rojo casi no llegábamos. Era realmente estresante, así que  agradecía enormemente haber superado esa etapa.

En el vestíbulo me esperaba mi hijo. Le pregunto si en el vestuario de los chicos había algún niño cambiándose con su padre y me dice que no, que sólo un niño casi de su edad, que estaba solo. Han pasado casi diez años y no ha cambiado casi nada, siguen siendo las madres las que acompañan a los hijos casi exclusivamente a cualquier actividad extraescolar, lo que me hace pensar que o solo van a ese tipo de actividades los hijos de las madres que no trabajan, o los hijos de las funcionarias, o los de las autónomas que pueden marear su propio horario como yo.

Si ellos supieran lo gratificante que es verlos aprender… la de sitio que ganaríamos en el vestuario…

El jueves estaremos antes. Es cuestión de sincronizar mejor los horarios.

Relato: RUIDOS

La película estaba a punto de acabar, por fin iba a averiguar porque la había matado. Inconscientemente me adelanto en el sofá, como para oír mejor, Irene y los niños hace rato que duermen, y tengo el volumen de la tele bajo, para no molestar.

Primer plano del asesino, empieza a contar su historia, casi susurrando. En ese momento oigo el bufido. Un chirrido repentino que significa que el camión de la basura está justo debajo de mi balcón. Siempre llega de repente, sin avisar. Y a partir de ese momento todo son golpes, ruidos hidráulicos, motor al ralentí… intento encontrar el mando a distancia, subir el volumen… pero no me da tiempo, cuando el camión arranca con sus 290 caballos de potencia atronando por toda la calle, ya se ha acabado. El fundido en negro me deja paralizado, sentado frente al televisor, como un idiota. Me he tragado la película para nada.

Apago luces, reviso puertas y me dirijo de puntillas hacía mi dormitorio. Mi mujer duerme profundamente. Entro en la cama con cuidado, es tarde y mañana me costará levantarme. Lo sé.

Apoyo la cabeza en la almohada y cierro los ojos. Oigo voces a través del tabique. “¡Joder, hoy también!”. Mi vecina octogenaria se ha comprado una tele para su dormitorio, y lleva todo el fin de semana disfrutándola. Reconozco las voces y el tono. Es uno de esos programas donde varios pseudoperiodistas despellejan a unos cuantos personajes, eso sí, por riguroso orden de llegada. Me doy la vuelta e intento relajarme. Imposible, en los intermedios, el volumen es todavía más alto. Parece que tengo el dichoso aparato en mi propia habitación. Miro a mi mujer con envidia. Ella se ha dormido antes, y ya está en fase de sueño profundo.

Busco a tientas en el cajón de mi mesilla un par de tapones y me los incrusto en los oídos. No he podido evitar echar un vistazo al reloj, son ya las dos y media. Mañana voy a dar un asco…

Estoy empezando a soñar cuando el rugido de una moto con el tubarro trucado perfora mis oídos a través de los tapones. Con alivio compruebo que ya no se oye la tele de la vecina y me los quito. No me gusta dormir con ellos, estoy incómodo. Me acurruco y me concentro en intentar aprovechar las pocas horas que me quedan.

A las siete me despierta la barredora que emite un pitido irritante y repetitivo mientras los rodillos y el agua a presión arañan la acera. Desisto y me levanto. Por lo menos llegaré puntual a la oficina, con ojeras, pero puntual.

Me duele la cabeza. Intento tomarme un café con ibuprofeno mientras observo a mis hijos peleándose por la pegatina de los cereales. Las tostadas saltan a mi lado. Mi mujer grita algo desde el baño. Se está secando el pelo y no la entiendo.

En el autobús lucho por no lesionarme la cadera con cada frenazo del conductor. Frenazos que provocan unos chirridos que me taladran el cerebro en mi peor fase de jaqueca.

Entro al edificio y busco la máquina de bebidas calientes. Ahora mismo solo necesito un café y encerrarme en mi despacho. Yo solo. En silencio. Me miro el reloj, voy bien de tiempo. Delante de mí hay dos chicas buscando suelto para la máquina. Se están contando chismes del fin de semana y se ríen, mucho, y muy alto. Detrás tengo al pesado de contabilidad hablando por el móvil. También grita, es uno de esos que cuando habla por teléfono parece que quiera que todo el mundo se entere de su conversación. Parece que este fin de semana salió con los amigos y ligó.

Meto ochenta céntimos en la ranura y pulsó el botón de expresso extra-dulce. Un vasito de plástico se coloca sobre la rejilla y un chorro de agua caliente cae dentro de él. Sólo agua. Miro el vaso humeante con el poso de azúcar al fondo y empiezo a mosquearme. Meto un euro. Selecciono expresso-largo, también extra-dulce, y recojo el cambio. Cae otro vaso. Un ruido agónico y esta vez no sale ni agua. Oigo al de contabilidad a mi espalda comentar a su interlocutor a gritos que la máquina de café se ha estropeado.

Mi móvil empieza a sonar. Respiro hondo. Rebusco en mis bolsillos, reúno ochenta céntimos y vuelvo a empezar. Café expresso. Probaré sin azúcar. El sonido de mi móvil va in crescendo. Siento un golpecito en el hombro. El de contabilidad me pregunta si necesito ayuda.

Me giro bruscamente y lo agarro de las solapas, estampándolo contra la máquina. Mientras golpeo su cabeza contra el panel de selección pienso en que si le reviento la cabeza me salpicaré mi chaqueta nueva.

          No gracias – mi mirada le hace desistir de cualquier otro intento de amabilidad.

Le doy una patada a la máquina. Justo sobre la fotografía de la taza humeante de café que ilumina la parte inferior del frontal. Comienza un goteo tímido al que sigue el resto de líquido oscuro que termina con una espesa capa de crema.

Sonrío triunfante y recojo mi café. El de contabilidad me mira, sujetando su moneda en el aire. Indeciso.

Me alejo soplando mi café. Todavía oigo al de contabilidad.

          ¡Te tengo que dejar que me voy a sacar un café! Eso, si el pirado de antes no la ha roto. ¡Pues no le ha pegado una patada! ¡Que poco aguante tiene la gente! ¿Sabes lo que me pasó ayer?…..

 

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Esta vez el tema propuesto en el Club era sacarse una historia a partir de una noticia o artículo de algún periódico. Aquí va el enlace que me la inspiró:

http://www.levante-emv.com/secciones/noticia.jsp?pRef=2008120800_16_529063__Valencia-Eduard-Estivill-gente-esta-sometida-niveles-altos-ruido-agresiva-menos-tolerante

SILENCIO

Cerró la puerta, por fin estaba sola, había tenido una semana agotadora y necesitaba este silencio, no tener a nadie a su alrededor. Fue al dormitorio y se quitó los zapatos. Dudó entre prepararse un té o coger una coronita de la nevera, optó por esto último y se dirigió al salón. Observó su nuevo sofá como si fuera un amante y se tumbó sobre él con la misma complacencia que si lo hubiera sido…  dudó con el mando en la mano y al final se inclinó por Miles, “So What” sonaba de fondo, acompañado al saxo por John Coltrane. Llevaba todo el día deseando este momento, saber de Álvaro, averiguar que sentía por Raquel, ponerse en su piel, cerrar los ojos y volver a sentir ese mismo amor con otros nombres… cogió el libro y buscó las últimas líneas que había leído la noche anterior… y en ese instante decidió que pasaría todo el fin de semana con Almudena.

 

Españolito que vienes al mundo te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón.

 

Antonio Machado

El corazón helado. Almudena Grandes

«So What». Miles Davies and John Coltrane