La película estaba a punto de acabar, por fin iba a averiguar porque la había matado. Inconscientemente me adelanto en el sofá, como para oír mejor, Irene y los niños hace rato que duermen, y tengo el volumen de la tele bajo, para no molestar.
Primer plano del asesino, empieza a contar su historia, casi susurrando. En ese momento oigo el bufido. Un chirrido repentino que significa que el camión de la basura está justo debajo de mi balcón. Siempre llega de repente, sin avisar. Y a partir de ese momento todo son golpes, ruidos hidráulicos, motor al ralentí… intento encontrar el mando a distancia, subir el volumen… pero no me da tiempo, cuando el camión arranca con sus 290 caballos de potencia atronando por toda la calle, ya se ha acabado. El fundido en negro me deja paralizado, sentado frente al televisor, como un idiota. Me he tragado la película para nada.
Apago luces, reviso puertas y me dirijo de puntillas hacía mi dormitorio. Mi mujer duerme profundamente. Entro en la cama con cuidado, es tarde y mañana me costará levantarme. Lo sé.
Apoyo la cabeza en la almohada y cierro los ojos. Oigo voces a través del tabique. “¡Joder, hoy también!”. Mi vecina octogenaria se ha comprado una tele para su dormitorio, y lleva todo el fin de semana disfrutándola. Reconozco las voces y el tono. Es uno de esos programas donde varios pseudoperiodistas despellejan a unos cuantos personajes, eso sí, por riguroso orden de llegada. Me doy la vuelta e intento relajarme. Imposible, en los intermedios, el volumen es todavía más alto. Parece que tengo el dichoso aparato en mi propia habitación. Miro a mi mujer con envidia. Ella se ha dormido antes, y ya está en fase de sueño profundo.
Busco a tientas en el cajón de mi mesilla un par de tapones y me los incrusto en los oídos. No he podido evitar echar un vistazo al reloj, son ya las dos y media. Mañana voy a dar un asco…
Estoy empezando a soñar cuando el rugido de una moto con el tubarro trucado perfora mis oídos a través de los tapones. Con alivio compruebo que ya no se oye la tele de la vecina y me los quito. No me gusta dormir con ellos, estoy incómodo. Me acurruco y me concentro en intentar aprovechar las pocas horas que me quedan.
A las siete me despierta la barredora que emite un pitido irritante y repetitivo mientras los rodillos y el agua a presión arañan la acera. Desisto y me levanto. Por lo menos llegaré puntual a la oficina, con ojeras, pero puntual.
Me duele la cabeza. Intento tomarme un café con ibuprofeno mientras observo a mis hijos peleándose por la pegatina de los cereales. Las tostadas saltan a mi lado. Mi mujer grita algo desde el baño. Se está secando el pelo y no la entiendo.
En el autobús lucho por no lesionarme la cadera con cada frenazo del conductor. Frenazos que provocan unos chirridos que me taladran el cerebro en mi peor fase de jaqueca.
Entro al edificio y busco la máquina de bebidas calientes. Ahora mismo solo necesito un café y encerrarme en mi despacho. Yo solo. En silencio. Me miro el reloj, voy bien de tiempo. Delante de mí hay dos chicas buscando suelto para la máquina. Se están contando chismes del fin de semana y se ríen, mucho, y muy alto. Detrás tengo al pesado de contabilidad hablando por el móvil. También grita, es uno de esos que cuando habla por teléfono parece que quiera que todo el mundo se entere de su conversación. Parece que este fin de semana salió con los amigos y ligó.
Meto ochenta céntimos en la ranura y pulsó el botón de expresso extra-dulce. Un vasito de plástico se coloca sobre la rejilla y un chorro de agua caliente cae dentro de él. Sólo agua. Miro el vaso humeante con el poso de azúcar al fondo y empiezo a mosquearme. Meto un euro. Selecciono expresso-largo, también extra-dulce, y recojo el cambio. Cae otro vaso. Un ruido agónico y esta vez no sale ni agua. Oigo al de contabilidad a mi espalda comentar a su interlocutor a gritos que la máquina de café se ha estropeado.
Mi móvil empieza a sonar. Respiro hondo. Rebusco en mis bolsillos, reúno ochenta céntimos y vuelvo a empezar. Café expresso. Probaré sin azúcar. El sonido de mi móvil va in crescendo. Siento un golpecito en el hombro. El de contabilidad me pregunta si necesito ayuda.
Me giro bruscamente y lo agarro de las solapas, estampándolo contra la máquina. Mientras golpeo su cabeza contra el panel de selección pienso en que si le reviento la cabeza me salpicaré mi chaqueta nueva.
– No gracias – mi mirada le hace desistir de cualquier otro intento de amabilidad.
Le doy una patada a la máquina. Justo sobre la fotografía de la taza humeante de café que ilumina la parte inferior del frontal. Comienza un goteo tímido al que sigue el resto de líquido oscuro que termina con una espesa capa de crema.
Sonrío triunfante y recojo mi café. El de contabilidad me mira, sujetando su moneda en el aire. Indeciso.
Me alejo soplando mi café. Todavía oigo al de contabilidad.
– ¡Te tengo que dejar que me voy a sacar un café! Eso, si el pirado de antes no la ha roto. ¡Pues no le ha pegado una patada! ¡Que poco aguante tiene la gente! ¿Sabes lo que me pasó ayer?…..
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Esta vez el tema propuesto en el Club era sacarse una historia a partir de una noticia o artículo de algún periódico. Aquí va el enlace que me la inspiró:
http://www.levante-emv.com/secciones/noticia.jsp?pRef=2008120800_16_529063__Valencia-Eduard-Estivill-gente-esta-sometida-niveles-altos-ruido-agresiva-menos-tolerante