LOS NIÑOS Y YO

Mi relación con el mundo de la infancia nunca ha sido muy estrecha. Siempre he dicho que los únicos niños que me gustan son los míos. No porqué crea que son mejores que los demás sino por eso, porque son míos.

Cuando de pequeña me tropezaba con algún bebé en su carrito, no entendía como algo tan pequeño y que prácticamente no sabía hacer nada podía causar tanto revuelo. Nunca fui de las que se agachaban y hacían pedorretas y otros sonidos que supuestamente les gusta oír a los bebés. Es más, me daba cierta vergüenza ajena ver a los adultos perder así los papeles.

Conforme fui creciendo la cosa empeoró. Si por circunstancias familiares un bebé caía en mis brazos intentaba soltarlo lo más rápidamente posible, era incapaz de comunicarme con ellos. Esa incomodidad ellos la notaban, e invariablemente, empezaban a berrear en cuanto los cogía.

Si los niños tenían unos añitos más, los suficientes para manejar el lenguaje oral (que ya es un adelanto para los que no entendemos los distintos tipos de lloros u onomatopeyas varias), la cosa mejoraba un poco, pero no lo suficiente. Tampoco sabía que decirles.

Cuando tuve a mis propios hijos redescubrí un mundo que tenía completamente olvidado en el fondo de mi cerebro. Juegos a los que no jugaba desde que nacieron mis hermanos, cuando yo tenía seis años. Pero de todos modos, el instinto maternal del que yo creía carecer y que se despertó cuando le vi la cara a mi hijo por primera vez, no incluía al resto de la infancia mundial. Esos bebés sonrosados y encantadores que me encontraba por la calle y en la guardería me seguían resultando indiferentes, lo cual tampoco me preocupaba.

Pero de pronto estoy rodeada de niños. Mis dos hermanos pequeños, tras años de darles la tabarra para que mis hijos tuvieran primos de su misma edad, decidieron tener hijos (tarde) y en el plazo de tres años me he encontrado con cuatro sobrinos. Así de repente. Y dos de ellos en los últimos nueve meses.

Y ahora las reuniones familiares son un auténtico caos. Niños por todas partes. Lloros desgarradores a causa de cólicos estomacales, lloros caprichosos debidos a los malditos berrinches, algún que otro golpe accidental que también provoca lágrimas, mucho grito de alegría (nunca entenderé esa incapacidad que tenemos de controlar el volumen cuando somos pequeños) y mucho morro de mi hija que no entiende porque tiene que ceder siempre “por ser mayor”.

Esa es otra, demasiada testosterona junta, son cinco niños, y por ahora hay dos que todavía no andan. Miedo me da la próxima navidad. Ligeramente apretados y quietos (sobre todo quietos) cabemos en el salón de mis padres, pero con tanto infante me veo cenando con el abrigo puesto en la terraza (que es más grande y se puede correr).

Pero lo reconozco, me encanta tener sobrinos. También son parte de mí.

Eso si, menos mal que en mi familia no hay costumbre de dar estrenas.

CAMPAMENTO DE VERANO

Mañana mis hijos se van de campamento. Como tantos otros miles de niños a lo largo de este verano. Niños que van a petición propia, que repiten del año pasado, a disfrutar de la naturaleza, a conocer, a descubrir… y niños que van obligados, porque aunque sea una experiencia vital muy buena para ellos, no hay otra opción, porque los padres trabajan, porque la otra opción es estar encerrados en casa de los abuelos todo el día, eso si hay abuelos con quien dejarlos… los míos son de este último tipo, aunque claro, yo les digo que deben ir por razones muy distintas, por supuesto. Ya van bastante a disgusto como para que se crean que quiero deshacerme de ellos.

“Te lo vas a pasar tan bien. Van tus mejores amigos, ¡seguro que será muy divertido!”. Intento convencerles, mientras recuerdo mis quince días de colonias a los once años, en un pueblecito de interior.

La primera vez que salía de casa. Por suerte iba con mi hermana, y un par de amigas de clase, pero yo tampoco quería ir. Como mis hijos ahora. Recuerdo los desayunos horribles de leche blanca (con nata) y galletas, las camisetas a rayas blancas y azules con falda a juego que sentaban horriblemente. La gimnasia obligatoria después de desayunar, la piscina de agua helada a la que acudíamos todas las mañanas, y los paseos por la tarde por la avenida del pueblo, arriba y abajo, y vuelta a empezar. Eran tiempos en que lo de los talleres de manualidades, los juegos para favorecer la psicomotricidad, y por supuesto el tan socorrido video o dvd todavía no se habían inventado. Pero he de reconocer que una vez pasados los primeros días, una vez aparcada un poco mi extrema timidez en la litera de arriba, donde yo dormía, me lo pasaba bien. Y en eso confío cuando enjuago las lágrimas de mi hijo, que lleva dos meses con la cuenta atrás, con la misma ilusión con la que aguardaban los jovenes su mili en Ceuta, y que me da las buenas noches como si fueran los últimos besos que me da en su vida.

Ahora, después de acabar las dos maletas, revolver armarios para encontrar las linternas, cantimploras y chubasqueros que llevan justo un año perdidos he repasado la lista de instrucciones que nos dieron y me he dado cuenta de que me he saltado la línea “marcar toda la ropa de los niños con su nombre”, pero miro las maletas cerradas, con toda la ropa plegada dentro y voy a confiar en la memoria de mis hijos para reconocer todas las camisetas y pantalones cortos que les compré ayer justo para esta semana…

Yo esta semana intentaré relajarme, tengo programadas unas 11 horas de trabajo diarias casi seguro, pero eso si, al final del día me podré desmayar sin tener que cuidar de nadie, que eso ya desestresa bastante. Y además aceptaré cualquier invitación a cervezas a partir de la puesta de sol…

CUMPLEAÑOS

Tarde de viernes. Día preferido para la celebración de cumpleaños infantiles. Para mi no deja de ser un engorro sea el día que sea. Me tengo que escapar el día de antes para buscar un regalo e intentar ser original con niños que tienen de todo (es una manía mía en cualquier tipo de regalo, soy incapaz de comprar “cualquier cosa”)

Y llega la tarde del cumpleaños, como es viernes puedo ir, ese es el único día que no trabajo por la tarde. Acabo a las tres, momento de relax con los socios en la terraza cercana, cerveza y tapeo al sol. Aunque no me puedo relajar mucho porque tengo que estar a las cinco y media en el Telepizza (que vaya horas para quedar con lo que alarga el día ahora) y aún tengo que recoger a mi hijo, pasar por casa, dejar trastos y mochilas y coger el regalo. En algún momento de ese proceso colocaré a mi otra hija con una amiga.

Aguantando el sol pretormenta que quema a esas horas de la tarde nos dirigimos a buena marcha hacía el lugar del cumple. Solo quiero llegar, tomarme una cerveza fresca y sentarme. Desde el final de la acera veo los otros diez niños que esperan en la puerta con las cinco madres porteadoras cargadas de regalos (que raro, como siempre, ningún padre). Ya me imagino que lo de relajarme va a ser un poco difícil. En efecto, en cuanto entramos por la puerta del local, me doy cuenta que dentro se está celebrando otro cumpleaños, hay un montón de mesas juntas con unas catorce niñas de once o doce años, gritando, y cuatro madres con cara de aburrimiento bebiendo refrescos en una mesa cercana.

Mientras la madre de la cumpleañera intenta ubicar a nuestros hijos en unas mesas, yo me voy percatando de la mala acústica del local, de lo imposible de mantener una conversación que no sea a gritos, y que necesito aire. Salgo fuera y al momento se reúnen conmigo otras tres madres disidentes. Es curioso pero entre las madres del colegio se han formado subgrupos dependiendo de si trabajamos o no, así que afuera estamos las madres trabajadoras y bastante políticamente incorrectas, y dentro se han quedado justamente las madres que no trabajan.

Afortunadamente nuestros hijos de diez años se abalanzan sobre las pizzas como si no hubieran comido en tres días, así que en menos de una hora se lo han zampado todo y han repartido los regalos. Salimos del local y las chicas de la otra mesa aún estando sacando la tarta y cantando el cumpleaños feliz.

Lo mejor de estos cumpleaños en el barrio es que la segunda parte, la de después de la merienda se hace en el parque, nuestro parque. Tremendo parque con muchos árboles, varias zonas de juego, cancha de baloncesto, varias fuentes, un escenario, un laberinto… y sobre todo nuestro bar con terraza. Nuestro bar de los viernes, allí (las madres disidentes) nos sentamos y durante dos horas charlamos, nos relajamos y sobre todo nos reímos, nos reímos mucho.

Y se pone a llover. Miramos al cielo y nos acabamos la última ronda. Este viernes acabaremos antes de lo previsto.  

Pero los cumpleaños los prefiero en la bolera.