LA MUERTE SILENCIADA

Hoy me salto el tema iniciado por Pat el viernes y seguido por Ana el lunes/martes, que no era otro que el amor/desamor, sus falsas celebraciones y sus duelos al morir. Y precisamente sobre eso voy a reflexionar hoy, sobre la muerte, o más bien sobre como tratamos un tipo de muerte.

Un amigo me había recomendado un documental, “La muerte silenciada”, que trataba sobre el suicidio en España y hace unos días pude por fin verlo. Sabía de ese pacto tácito de silencio que hay en los medios de información sobre este tema, no se habla de él, ni se informa, ni se debate, por un irracional miedo a la imitación, pero desconocía la magnitud del problema. Este miedo no es compartido por los profesionales que tratan diariamente con este problema, psiquiatras, psicólogos, terapeutas, familias… todos están de acuerdo que silenciar esta epidemia no hace más que agravar el problema.

Se calcula aproximadamente unas 3.500 muertes por suicidio al año en nuestro país, cifra que podría aumentar ya que muchas muertes se catalogan como accidentales si no hay nota de suicidio o motivos conocidos para el mismo. He leído que en el mundo se suicidan al día 27.000 personas y lo intentan unas 54.000, esto se traduce en que al año se producen un millón de suicidios y 20 millones de intentos, es la primera causa de muerte violenta, superando a todas las guerras y homicidios que suceden en el planeta. Pero no se habla de ello.

Los medios de comunicación nos repiten hasta la saciedad el número de muertos por accidente de tráfico cada fin de semana, también cada muerte por violencia de género, en estos casos parece que no hay miedo al efecto contagio ¿entonces porque, quien y cuando se decidió silenciar los suicidios? Este silencio produce además un efecto terrible entre las familias de las victimas, no es una muerte de la que se hable sin un sentimiento de vergüenza, de fracaso, de no haberse dado cuenta y la impotencia de no haberlo evitado.

Hoy los especialistas abogan por convertirlo en una enfermedad mental, no sólo se suicidan o lo intentan las personas con depresión mayor, o con graves problemas económicos que toman esa decisión en un arrebato de desesperación, hay trastornos de la personalidad difícilmente diagnosticables que causan este tipo de conducta, por eso los profesionales quieren dar luz a este terrible problema, para evitar futuras victimas, para informar que se puede actuar y se puede curar.

Este documental me ayudó a entender una muerte que ocurrió hace muchos muchos años. Era muy joven, demasiado, solo tenía 18 años, inteligente, simpático, con una familia que le quería y muchos amigos que impotentes lloraban de rabia aquella tarde en su funeral, porque nadie se había dado cuenta, porque no entendían porque no había pedido ayuda si la necesitaba y porque había acabado quitándose la vida. Ahora lo entiendo un poco más, pero me parece terrible pensar que Hugo podría seguir estando con nosotros, que sus padres y hermanas no habrían perdido aquel día un poco las ganas de vivir, si el suicidio se tomará de otra manera, si se hablara de él, si se pudiera pedir ayuda ante tendencias suicidas sin sentir vergüenza por ello.

Igual deberíamos empezar a hablar de ello.

Relato: SUSHI

Estaba nerviosa, como siempre. Le veía tan poco, cada vez menos, que cada encuentro era como una primera cita, con esa ansiedad que te deja el estómago del revés. Mil inseguridades antes de acabar de vestirse. Un último repaso al salón, la música que quería escuchar a mano. Quería que todo fuera perfecto, porque su amor lo era, bueno casi, sólo había un pero. Él no era libre, pero ella lo había asumido desde el principio. Sin exigencias.

Hacía un mes desde la última vez. Su trabajo y su familia no le dejaban mucho tiempo libre. Eso y su constante intento de dejarlo. Ella no le buscaba, pero se dejaba llamar, porque la pasión con la que lo amaba no le permitía renunciar completamente a él, por mucho que lo echara de menos. Le hubiera gustado tenerlo para ella sola. Pero lo conoció así. Y no lo habían podido evitar.

Recordó una de las primeras veces que se habían visto. En una taberna. Comieron unos montaditos mientras se miraban, se reían y se deseaban en silencio. Todavía no habían traspasado la frontera de la piel. Apenas se tocaban, con ese reparo que te da rozar a la persona que te gusta, para que no se note la descarga, los ojos diciendo lo que los labios no se atreven. No sabía porque terminaron hablando de comida japonesa, pero él acabó explicándole como hacer sushi con una revista enrollada que alguien había dejado encima de una mesa.

Ella le observaba mientras él le explicaba como extender el arroz, colocar el relleno en medio y empezar a enrollarlo con ayuda de una de esas esterillas salvamanteles. Despacio, muy despacio. Luego había que cortarlo con un cuchillo muy afilado, para que no se rompiera. Y ella lo miraba, sin preocuparse de aprender, porque en ese momento no le importaba nada el sushi, ni la comida japonesa. Sólo estar con él, y oírle reír. Y en ese momento hubiera deseado poder verle cocinar, en su casa, tomando una copa de vino y escuchando música suave. Sin prisa. Poder abrazarlo sin reparos. Suavemente.

De ese encuentro hacía ya dos años. Habían tenido momentos muy intensos donde no podían evitar verse casi cada día junto con etapas en las que habían distanciado sus encuentros. Ella sabía que la culpabilidad es mala compañera, y no quería que asociara su presencia a ninguna sensación que no fuera la felicidad o el placer. Por eso, en esos momentos, intentaba mantenerse al margen. Por mucho que le doliera.

Había llegado a la conclusión de que aunque los dos sabían que su historia no tenía futuro, no podían evitar amarse, así que cuando no aguantaban más la distancia, se volvían a encontrar. En esos encuentros el resto del mundo desaparecía. Sólo estaban ellos. Eran mágicos. Aunque luego doliera. Cada vez más.

Miró el reloj. Debía de estar a punto de llegar. Echó un último vistazo a la mesa, todo estaba preparado. Se había apuntado a un curso de cocina oriental y quería darle una sorpresa. Las bandejas con varios tipos de sushi y sushimi estaban en medio, a cada lado, cuidadosamente dispuesto, los platos cuadrados que había comprado para la ocasión, los posapalillos…  Se acordó de su hermana y sus consejos de relajación. Respiró diez veces, lenta y profundamente. Se sintió mejor.

En ese momento sonó el timbre de la puerta. El sobresalto le disparó el corazón al mismo tiempo que la sonrisa le llenaba el rostro. En la penumbra del recibidor se fundieron en un tierno abrazo mientras sus ojos y sus manos se reconocían de nuevo. Sabía que, como siempre, no podrían esperar, que acabarían en el dormitorio, amándose hasta que sus cuerpos quedaran satisfechos y agotados. Luego, más tarde, comerían y compartirían sueños inalcanzables. Como siempre.

Había escogido el vino con mucho cuidado. Sabía que no se notaría el sabor del compuesto, le habían asegurado que era insípido e inodoro, pero quería que en sus últimos momentos pudiera degustar un buen Rioja. Luego le habían dicho que les entraría sueño, y para cuando el colapso llegara al corazón, estarían de nuevo en la cama, abrazados, como siempre había soñado. Para siempre.

Relato: LA ISLA

Te voy a contar una historia que me sucedió hace muchos años, cuando trabajaba en el Hope. Era una preciosidad de barco, un gran buque a vapor, con dos grandes chimeneas en la parte central. En el año 1863 ganamos la Banda Azul, cuando conseguimos cruzar el Atlántico en menos de nueve días. Era impresionante la elegancia con la que surcaba las aguas, su grandiosidad cuando entraba en puerto…

Yo trabajaba en su exclusivo salón para primera clase. Era barman.

Faltaba un día para llegar a nuestro destino cuando estalló una gran tormenta. Recuerdo los golpes de las inmensas olas, la colisión, el agua entrando y arrastrándolo todo a su paso, las explosiones, el fuego, no sé como conseguí agarrarme a aquel bote… todavía escucho los gritos en mi cabeza.

Cuando amaneció había gente desperdigada por la playa, exhausta y agotada. Distinguí al oficial Johnson, había formado un grupo de hombres para recoger los objetos que flotaban en el agua, cerca de la orilla. Daba órdenes a todo el mundo, pero sólo Finlandini, el mozo de calderas le obedecía con celeridad, los demás le seguían con desgana, con su elegante ropa empapada y rota.

Trozos de mobiliario destrozado ardían en un par de hogueras. Una chica estaba recogiendo pequeños enseres que estaban repartidos por toda la orilla. Los apilaba al lado de unas rocas, parecía que estaba clasificándolos por tamaños. La reconocí por su rebelde pelo rojo sujeto en la nuca. Era la Srta. Carpenter, una periodista de Chicago. Le gustaba probar nuevos cócteles, decía que nunca antes había viajado en un barco tan lujoso, y me contaba historias de su periódico sentada sobre la banqueta, al otro lado de la barra, mientras jugueteaba con la pajita en su copa. Siempre acababa acercándose alguno de esos estirados aburridos a darle conversación. Era muy guapa Alice Carpenter.

Yo me había torcido un tobillo y no era de mucha ayuda para los hombres. Así que me quedé con las señoras, bajo las palmeras que parecían retener la enmarañada selva que tenían detrás. De entre las damas, Miss Olga Sminoff era la peor. Sólo sabía quejarse, del frío de la noche, del sol del día, del picor de la arena, del hambre… estaba tan acostumbrada a que satisfacieran todos sus deseos al momento, que su tono era absolutamente irritante y su supervivencia inaguantable para el resto. En cambio, la señora Fergusson aguantaba con total tranquilidad aquella situación, supongo que acostumbrada a algún que otro viaje incómodo con su marido, el millonario Harold Fergusson, quien una noche, mientras le preparaba su segundo gin-fizz, me confesó que en uno de sus viajes a Alaska, había dejado a su mujer en el campamento con el grupo que formaba la cacería, para pasar la noche en un poblado inuit, donde el jefe le ofreció a su propia mujer como signo de hospitalidad. “Nunca olvidaré a esa mujer de ojos rasgados” me dijo con una enigmática sonrisa.

Pasamos dos días intentando organizarnos para comer, dormir y asearnos. De los dieciséis que habíamos conseguido llegar a la isla, nueve eran pasajeros de primera y los siete restantes parte de la tripulación. Por parte del pasaje el Sr. Fergusson se erigió de motu propio en líder. Se empeñó en organizar una expedición para adentrarse en la selva en busca de ayuda. Ese empeño chocaba frontalmente con el oficial Johnson, quien había asumido el mando del resto ante la indisposición del Capitán Blade, que había aparecido en la orilla junto con una caja de whiskey y todavía no se había separado de ella.

Al tercer día el Sr. Fergusson inició la marcha, seguido por Charles Reynolds, un rico heredero tímido y abstemio, Leopold Drake, un cazafortunas que estaba intentando hacerse el valiente delante de Linda Reynolds, hermana de Charles, el marinero Harry, y por último el oficial Johnson, a regañadientes y dando ordenes a Finlandini para que vigilara al capitán y obedeciera al viejo Sr. Alfred Hudd, quién por razones de edad no estaba en condiciones de un trayecto posiblemente bastante accidentado.

Yo también me quedé. En mi condición de herido no era de mucha ayuda y nadie me tenía en cuenta a la hora de movilizarse. Además, prefería quedarme aparte, observando. Las damas, ceñidas los primeros días en sus apretados corsés y ampulosas faldas, casi no podían caminar. Pero poco a poco fueron aflojándose las cintas sin perder un ápice de su digna elegancia. Los hombres sin embargo se habían olvidado de sus corbatines sin el mayor problema.

Los que estábamos en la playa pasábamos el día aburridos, mirando hacia el mar. Mordisqueando los frutos que traían Alicia y Linda. Finlandini se ocupaba de mantener encendidas las hogueras, siguiendo las estrictas instrucciones que el oficial Johnson le había dado, para éste era la única esperanza de salvación, ya que estaba convencido de que en la isla no había nadie más.

Pero nunca supimos si encontraron a alguien porque nunca volvieron.

Las noches se hacían muy largas. No había luna y los sonidos que llegaban desde el interior de la selva, que cobraba una inexplicable vida en cuanto se ponía el sol, nos hacía dormir apretados unos contra otros. Nos unía tanto el frío como la sensación de indefensión en este paisaje desconocido.

Miss Olga Seminoff desapareció una tarde sin que nos diéramos cuenta. Charlotte, la camarera que había adoptado como asistenta personal, nos dijo que había insistido en acompañarla, pero ella no le había dejado. Le dijo que estaba harta de ver las mismas caras durante tantos días y preferiría que un pulpo la absorbiera antes que sostener otra charla insustancial con ella.

Esa noche, miraba el mar, observando como se agitaba su superficie, y me imaginaba a Olga Seminoff luchando por soltarse de unos gigantescos tentáculos.

Habían pasado dos semanas desde que los hombres partieran en busca de ayuda. Nadie dudaba que habían fracasado en su empresa pero la Sra. Fergusson seguía acudiendo al atardecer a unas rocas altas, se quedaba allí de pie, mirando hacia el final de la playa, por donde habían desaparecido aquella mañana, esperando volver a ver a su marido abriendo la marcha, como otras veces. Al cabo de una semana le fue ganando una extraña tristeza que la mantenía durante horas sentada en un tronco, cerca de la orilla, observando el mar durante horas. Una noche nos acostamos y ella se quedó allí, con los reflejos intermitentes de las hogueras en su espalda. A la mañana siguiente encontramos su pañuelo de encaje sobre el tronco. Delicadamente plegado, con las iniciales H.F. bordadas en una esquina. No encontramos ningún otro rastro de su cuerpo.

Lo más extraño es que estas desapariciones no nos preocupaban. La isla fue produciendo en nosotros un extraño aletargamiento. Nos tumbábamos a la sombra de las palmeras, sin preocuparnos de nada más. Apenas buscábamos comida, estábamos rodeados de frutas cuyo nombre desconocíamos, frutas de pulpas suaves y jugosas, dulces y sabrosas. Sabores hasta ahora desconocidos que nos habían cautivado por completo.

Transcurrían los días así, comiendo y mirando el mar. Tampoco sé cuántos días, ni cuántas semanas.

Un día observamos como se acercaba un bote, unos marineros descendieron y caminaron hacia nosotros. No entendíamos lo que decían, debían hablar en otro idioma. Nos miraban entre asombrados y asustados. Sólo quedábamos Linda Reynolds y yo, había objetos esparcidos a nuestro alrededor, ropas vacías… pero sólo nosotros.

Algunos  nos acusaron de cosas horribles, hasta alguien sugirió que nos habíamos comido a nuestros compañeros. Que no habríamos podido sobrevivir dos años sin alimentos.

Intenté rehacer mi vida, volver a la normalidad. Me fue muy difícil. La comida no me gustaba, no podía dormir bajo techo, me asfixiaba. Me moría en tierra, pero me angustiaba en un barco.

Llevo años soñando con esa isla. Ahora he reunido el dinero suficiente. Volveré allí. No necesito nada más. La isla me está llamando. Por eso te he llamado hijo, para despedirme de ti. Soy un viejo que ya no sirvo para nada y quiero cumplir mi sueño antes de morir.

El médico nos interrumpe. Se acabó la hora de visita. Dejo a mi abuelo Joe asomado a una ventana en el salón principal. Observa el jardín pero estoy seguro que está viendo el mar. Ese mar que nunca ha visto, porque nunca ha salido de su ciudad, ni ha viajado en un barco de vapor, porque era un niño cuando el último desapareció. Tampoco ha trabajado de barman y sería incapaz de hacer el cóctel más sencillo. Y sin embargo, entorna los ojos como si ese sol reflejado en la arena blanca le estuviera deslumbrando.

Dijeron que su cerebro había estado privado demasiado tiempo de oxígeno. Que el socorrista de la piscina no estaba mirando. Pero sé que aquel mes que estuvo perdido en las profundidades del coma, hace cinco años, vio el mar.

CLUB DE LOS JUEVES: Esta semana le tocaba elegir tema a Juan, y escogió el naufragio de un crucero de lujo que surcaba el Atlántico allá por 1867, el Hope. Además se inventó 16 supervivientes, y a cada miembro del club nos asignó uno de ellos. Podéis visitarlos en sus islas:

BANDAMA: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/bandama4

BLOODY: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/gmonteliu

CÁSTOR OLCOZ: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/sixto-l-hotmail-com

CRARIZA: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/crariza

CRGUARDDON: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/crguarddon

ELEFANTEFOR: http://lacomunidad.elpais.com/elefantefor

ESCOCÉS: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/escoces

JANPUERTA: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/janpuerta

LOUIS DARVAL: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/blackdragon

PSIQUI: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/psiquiatradefamilia

QUADROPHENIA: http://lacomunidad.elpais.com/ontario-place/posts

REICHEL: http://andyesisaidyesiwillyes.wordpress.com/

SR. CAPULLO: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/srcapullo

UN ESPAÑOL MAS: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/un-espanol-mas

XARBET: http://xarbet.wordpress.com

 

 

Hasta siempre PAUL

Acabo de comprar el periódico y al ver su foto en la portada me he imaginado el texto que la acompañaría. Qué esos dos ojos azules se habían apagado. Era uno de los grandes, uno de los últimos mitos vivos. En estos días se hablará sobre su vida, sobre su extensa filmografía, sus increíbles interpretaciones, sus obras benéficas, su pasión por las carreras…

Yo he querido poner su sonrisa, la que podremos seguir disfrutando gracias a sus películas.

1967. Cool hand Luke (La leyenda del indomable)

BLADE RUNNER (o domingo monotemático)

En cuanto me he levantado he decidido que hoy no saldría de casa. Llevaba casi dos días sin entrar, así que tenía excusa. Y no es que tuviera que poner lavadoras, organizar correo, o cambiar sábanas, (que si pero no lo he hecho), es que lo único que me apetecía hacer hoy era precisamente no hacer nada. No tenía que ejercer de madre, no tenía ningún compromiso social (cumpleaños familiar, aperitivo, cine…), así que decidí recogerme el pelo, ponerme las chanclas, abrocharme el kimono y disfrutar de un día de total pereza dominical.

Tras una comida ligera (por llamarla de algún modo), me he acomodado en mi sofá a hacer lo que he estado deseando desde que el otro día me regalé una de mis películas favoritas: Blade Runner. La edición especial, la del montaje del director, con nuevas escenas, y otras eliminadas, como esa voz en off y el final feliz que tanto desentonaban en la primera versión.

Hacía años que no la había visto, muchos. Y como nunca la vi en cine, he de reconocer que en formato digital y en pantalla plana es impresionante.

Para mí es una obra maestra del cine negro de ciencia ficción. Un detective al más puro estilo “Marlowe” en una ambientación digna del mejor comic de Moebius, en un futuro (que casi es ahora presente) contaminado y superpoblado. Una película que además plantea cuestiones más profundas como la “humanidad”, que significa realmente ser humanos, el miedo, la muerte…

Después he disfrutado del documental “Días peligrosos: como se hizo Blade Runner” interesantísimo y largísimo, que muestra todos los aspectos de producción, postproducción y montaje de la película.

Y no puedo evitar poner uno de sus mejores momentos. La escena final en la que muere el replicante Batty, un impresionante Rutger Hauer que improvisó el monólogo más famoso de la película “…todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”.