Te voy a contar una historia que me sucedió hace muchos años, cuando trabajaba en el Hope. Era una preciosidad de barco, un gran buque a vapor, con dos grandes chimeneas en la parte central. En el año 1863 ganamos la Banda Azul, cuando conseguimos cruzar el Atlántico en menos de nueve días. Era impresionante la elegancia con la que surcaba las aguas, su grandiosidad cuando entraba en puerto…
Yo trabajaba en su exclusivo salón para primera clase. Era barman.
Faltaba un día para llegar a nuestro destino cuando estalló una gran tormenta. Recuerdo los golpes de las inmensas olas, la colisión, el agua entrando y arrastrándolo todo a su paso, las explosiones, el fuego, no sé como conseguí agarrarme a aquel bote… todavía escucho los gritos en mi cabeza.
Cuando amaneció había gente desperdigada por la playa, exhausta y agotada. Distinguí al oficial Johnson, había formado un grupo de hombres para recoger los objetos que flotaban en el agua, cerca de la orilla. Daba órdenes a todo el mundo, pero sólo Finlandini, el mozo de calderas le obedecía con celeridad, los demás le seguían con desgana, con su elegante ropa empapada y rota.
Trozos de mobiliario destrozado ardían en un par de hogueras. Una chica estaba recogiendo pequeños enseres que estaban repartidos por toda la orilla. Los apilaba al lado de unas rocas, parecía que estaba clasificándolos por tamaños. La reconocí por su rebelde pelo rojo sujeto en la nuca. Era la Srta. Carpenter, una periodista de Chicago. Le gustaba probar nuevos cócteles, decía que nunca antes había viajado en un barco tan lujoso, y me contaba historias de su periódico sentada sobre la banqueta, al otro lado de la barra, mientras jugueteaba con la pajita en su copa. Siempre acababa acercándose alguno de esos estirados aburridos a darle conversación. Era muy guapa Alice Carpenter.
Yo me había torcido un tobillo y no era de mucha ayuda para los hombres. Así que me quedé con las señoras, bajo las palmeras que parecían retener la enmarañada selva que tenían detrás. De entre las damas, Miss Olga Sminoff era la peor. Sólo sabía quejarse, del frío de la noche, del sol del día, del picor de la arena, del hambre… estaba tan acostumbrada a que satisfacieran todos sus deseos al momento, que su tono era absolutamente irritante y su supervivencia inaguantable para el resto. En cambio, la señora Fergusson aguantaba con total tranquilidad aquella situación, supongo que acostumbrada a algún que otro viaje incómodo con su marido, el millonario Harold Fergusson, quien una noche, mientras le preparaba su segundo gin-fizz, me confesó que en uno de sus viajes a Alaska, había dejado a su mujer en el campamento con el grupo que formaba la cacería, para pasar la noche en un poblado inuit, donde el jefe le ofreció a su propia mujer como signo de hospitalidad. “Nunca olvidaré a esa mujer de ojos rasgados” me dijo con una enigmática sonrisa.
Pasamos dos días intentando organizarnos para comer, dormir y asearnos. De los dieciséis que habíamos conseguido llegar a la isla, nueve eran pasajeros de primera y los siete restantes parte de la tripulación. Por parte del pasaje el Sr. Fergusson se erigió de motu propio en líder. Se empeñó en organizar una expedición para adentrarse en la selva en busca de ayuda. Ese empeño chocaba frontalmente con el oficial Johnson, quien había asumido el mando del resto ante la indisposición del Capitán Blade, que había aparecido en la orilla junto con una caja de whiskey y todavía no se había separado de ella.
Al tercer día el Sr. Fergusson inició la marcha, seguido por Charles Reynolds, un rico heredero tímido y abstemio, Leopold Drake, un cazafortunas que estaba intentando hacerse el valiente delante de Linda Reynolds, hermana de Charles, el marinero Harry, y por último el oficial Johnson, a regañadientes y dando ordenes a Finlandini para que vigilara al capitán y obedeciera al viejo Sr. Alfred Hudd, quién por razones de edad no estaba en condiciones de un trayecto posiblemente bastante accidentado.
Yo también me quedé. En mi condición de herido no era de mucha ayuda y nadie me tenía en cuenta a la hora de movilizarse. Además, prefería quedarme aparte, observando. Las damas, ceñidas los primeros días en sus apretados corsés y ampulosas faldas, casi no podían caminar. Pero poco a poco fueron aflojándose las cintas sin perder un ápice de su digna elegancia. Los hombres sin embargo se habían olvidado de sus corbatines sin el mayor problema.
Los que estábamos en la playa pasábamos el día aburridos, mirando hacia el mar. Mordisqueando los frutos que traían Alicia y Linda. Finlandini se ocupaba de mantener encendidas las hogueras, siguiendo las estrictas instrucciones que el oficial Johnson le había dado, para éste era la única esperanza de salvación, ya que estaba convencido de que en la isla no había nadie más.
Pero nunca supimos si encontraron a alguien porque nunca volvieron.
Las noches se hacían muy largas. No había luna y los sonidos que llegaban desde el interior de la selva, que cobraba una inexplicable vida en cuanto se ponía el sol, nos hacía dormir apretados unos contra otros. Nos unía tanto el frío como la sensación de indefensión en este paisaje desconocido.
Miss Olga Seminoff desapareció una tarde sin que nos diéramos cuenta. Charlotte, la camarera que había adoptado como asistenta personal, nos dijo que había insistido en acompañarla, pero ella no le había dejado. Le dijo que estaba harta de ver las mismas caras durante tantos días y preferiría que un pulpo la absorbiera antes que sostener otra charla insustancial con ella.
Esa noche, miraba el mar, observando como se agitaba su superficie, y me imaginaba a Olga Seminoff luchando por soltarse de unos gigantescos tentáculos.
Habían pasado dos semanas desde que los hombres partieran en busca de ayuda. Nadie dudaba que habían fracasado en su empresa pero la Sra. Fergusson seguía acudiendo al atardecer a unas rocas altas, se quedaba allí de pie, mirando hacia el final de la playa, por donde habían desaparecido aquella mañana, esperando volver a ver a su marido abriendo la marcha, como otras veces. Al cabo de una semana le fue ganando una extraña tristeza que la mantenía durante horas sentada en un tronco, cerca de la orilla, observando el mar durante horas. Una noche nos acostamos y ella se quedó allí, con los reflejos intermitentes de las hogueras en su espalda. A la mañana siguiente encontramos su pañuelo de encaje sobre el tronco. Delicadamente plegado, con las iniciales H.F. bordadas en una esquina. No encontramos ningún otro rastro de su cuerpo.
Lo más extraño es que estas desapariciones no nos preocupaban. La isla fue produciendo en nosotros un extraño aletargamiento. Nos tumbábamos a la sombra de las palmeras, sin preocuparnos de nada más. Apenas buscábamos comida, estábamos rodeados de frutas cuyo nombre desconocíamos, frutas de pulpas suaves y jugosas, dulces y sabrosas. Sabores hasta ahora desconocidos que nos habían cautivado por completo.
Transcurrían los días así, comiendo y mirando el mar. Tampoco sé cuántos días, ni cuántas semanas.
Un día observamos como se acercaba un bote, unos marineros descendieron y caminaron hacia nosotros. No entendíamos lo que decían, debían hablar en otro idioma. Nos miraban entre asombrados y asustados. Sólo quedábamos Linda Reynolds y yo, había objetos esparcidos a nuestro alrededor, ropas vacías… pero sólo nosotros.
Algunos nos acusaron de cosas horribles, hasta alguien sugirió que nos habíamos comido a nuestros compañeros. Que no habríamos podido sobrevivir dos años sin alimentos.
Intenté rehacer mi vida, volver a la normalidad. Me fue muy difícil. La comida no me gustaba, no podía dormir bajo techo, me asfixiaba. Me moría en tierra, pero me angustiaba en un barco.
Llevo años soñando con esa isla. Ahora he reunido el dinero suficiente. Volveré allí. No necesito nada más. La isla me está llamando. Por eso te he llamado hijo, para despedirme de ti. Soy un viejo que ya no sirvo para nada y quiero cumplir mi sueño antes de morir.
El médico nos interrumpe. Se acabó la hora de visita. Dejo a mi abuelo Joe asomado a una ventana en el salón principal. Observa el jardín pero estoy seguro que está viendo el mar. Ese mar que nunca ha visto, porque nunca ha salido de su ciudad, ni ha viajado en un barco de vapor, porque era un niño cuando el último desapareció. Tampoco ha trabajado de barman y sería incapaz de hacer el cóctel más sencillo. Y sin embargo, entorna los ojos como si ese sol reflejado en la arena blanca le estuviera deslumbrando.
Dijeron que su cerebro había estado privado demasiado tiempo de oxígeno. Que el socorrista de la piscina no estaba mirando. Pero sé que aquel mes que estuvo perdido en las profundidades del coma, hace cinco años, vio el mar.
CLUB DE LOS JUEVES: Esta semana le tocaba elegir tema a Juan, y escogió el naufragio de un crucero de lujo que surcaba el Atlántico allá por 1867, el Hope. Además se inventó 16 supervivientes, y a cada miembro del club nos asignó uno de ellos. Podéis visitarlos en sus islas:
BANDAMA: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/bandama4
BLOODY: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/gmonteliu
CÁSTOR OLCOZ: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/sixto-l-hotmail-com
CRARIZA: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/crariza
CRGUARDDON: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/crguarddon
ELEFANTEFOR: http://lacomunidad.elpais.com/elefantefor
ESCOCÉS: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/escoces
JANPUERTA: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/janpuerta
LOUIS DARVAL: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/blackdragon
PSIQUI: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/psiquiatradefamilia
QUADROPHENIA: http://lacomunidad.elpais.com/ontario-place/posts
REICHEL: http://andyesisaidyesiwillyes.wordpress.com/
SR. CAPULLO: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/srcapullo
UN ESPAÑOL MAS: http://lacomunidad.elpais.com/usuarios/un-espanol-mas
XARBET: http://xarbet.wordpress.com