RELATO: EL BALNEARIO

Hoy he vuelto a soñar con el…

balneario

Entra en el vestíbulo un poco azorada. Se siente insegura en las situaciones nuevas, en lugares en los que no ha estado nunca, como si se fuera a perder, o a equivocar… Recuerda que ahora está sola, que nadie la va a juzgar, que no va a escuchar ningún “te lo había dicho”.

–         Buenos días. Mi nombre es Alicia B. Tengo una reserva – se apoya en el mostrador mientras intenta lucir su sonrisa más radiante.

–         Buenos días Sra. B. Un momento y lo compruebo, ¿me deja ver alguna identificación? – le devuelve la sonrisa mientras alarga su mano hacía ella.

Alicia observa el hall, tiene esa decoración lujosa pero decadente de los viejos balnearios centenarios. Espera y desea que en las habitaciones hayan renovado un poco más el mobiliario que ahí fuera.

Está todo correcto, Sra. B. Habitación 311, tercer piso. Aquí tiene el horario y actividades detalladas del programa bienestar que ha contratado, junto con un plano de nuestras instalaciones y normas de uso – El amable recepcionista sonríe de nuevo al mismo tiempo que le alarga un tríptico de color dorado, junto con un par de hojas con un montón de enumeraciones que es incapaz de descifrar sin sus gafas de cerca – Si tiene algún problema no dude en preguntarnos. El botones la acompañará.

El botones se acerca hacia ella con desgana, quitándose uno de los auriculares del mp3 que le sobresale del bolsillo del uniforme. Coge su pequeña maleta y le hace un gesto invitándola vagamente a seguirle. Podría llevarla ella, no es demasiado pesada: ropa cómoda, algo de vestir por si hay que arreglarse y un par de libros. Por teléfono le habían dicho que albornoz, toallas, y cualquier producto de aseo lo encontraría a su disposición en la habitación. Y que cualquier otra cosa que necesitase no dudase en pedirla. Aquello la terminó de convencer.

Los ascensores son de madera, de los antiguos, con una flecha que indica en que planta se encuentran. Entran y el botones pulsa un gran botón dorado con el número tres dibujado en estilo modernista. Las puertas correderas se cierran. El traqueteo al ascender no es muy tranquilizador, pero sólo son tres plantas.

Nunca se hubiera imaginado en un balneario, haciendo una cura de salud y belleza. Pero su compañera de viaje le había fallado a última hora y no le apetecía ir sola a ningún sitio. Así que cuando se tropezó con esta oferta, una semana de dieta, y vida sana, un nuevo método innovador, masajes depurativos, todo tan minucioso y profesional, pensó que era el destino ideal para desconectar de todo, y de paso perdería esos kilos de más con los que luchaba desde hacía años.

305… 306… 307… se da cuenta de que no se ha tropezado con ningún otro cliente del hotel desde que ha entrado.

–         Es Vd. la última en llegar a nuestro programa y están todos preparándose en sus habitaciones. – Parece que le ha adivinado el pensamiento – No se preocupe, le aseguro que saldrá como nueva dentro de una semana. Aquí está,  311.

El botones introduce la llave en la cerradura – “Qué raro, una llave, en estos tiempos… con lo cómodas que son las tarjetas magnéticas…” – Deja su maleta en el interior de la habitación y le sostiene la puerta mientras entra. Una ligera claridad entra a través de las cortinas echadas, pero no lo suficiente para ver la habitación. Se adelanta unos pasos y cuando se va a volver para darle las gracias oye la puerta cerrándose de golpe detrás de ella. Escucha la llave girar. No entiende. Intenta abrirla. Cerrada.

Se da cuenta de que no se ha quedado con la llave.

Se da cuenta de que no lleva el móvil. Se lo han pedido en recepción. Primer punto del programa de relajación: Desconectar totalmente del exterior.

Se da cuenta de que está asustada cuando se oye gritar a sí misma.

El botones se ajusta de nuevo el auricular mientras camina con desgana. “…Eat me, Drink me, This is only a game….”

“Tranquila, debe ser un malentendido, se habrá ido la luz” Se dirige hacia las cortinas y las abre nerviosamente. Unas desvencijadas contraventanas de madera impiden que entre la poca claridad que queda del día. Intenta abrir una de las ventanas pero no puede, la manivela no gira. Es inútil.

Espera a que sus ojos se acostumbren a la penumbra de la habitación. Hay una cama en un rincón, con cabezal metálico, como en los hospitales antiguos. A su lado una sencilla mesita con un cajón, también metálica, desnuda, sin lamparita, ni teléfono.

Camina hacia el centro y se golpea la espinilla con una silla. No la ha visto, es de madera, blanca, como la pared. Al lado hay una puerta cerrada. La abre y descubre un vetusto cuarto de baño: inodoro, una enorme pila con un grifo de bronce y una bañera desconchada.

Abre el grifo y se moja la cara. “Por lo menos tengo agua”.

Se sienta en la silla e intenta pensar.

La penumbra se va convirtiendo en oscuridad y a pesar de haber superado hace tiempo su miedo infantil a la ausencia de luz no puede evitar que se le encoja el estómago.

De pronto escucha un ruido, es metálico, como de tuberías viejas. Se va acercando, lo oye avanzar por el pasillo de fuera. Silencio de nuevo.

Se acerca a la puerta y empieza a golpearla. “¿HAY ALGUIEN AHÍ?” Escucha un grito lejano, como en otra planta. Retrocede y se queda en medio de la habitación. Mirando ya sin ver. La oscuridad la envuelve.

Vuelve a tropezar con la silla y cae. Se golpea la cabeza contra la cama. Un dolor pulsante le indica donde le saldrá el chichón. Se levanta tanteando la pared y se sienta en la cama. Escucha mil ruidos sin oír realmente nada. A veces le parecen susurros, otras veces conversaciones al otro lado de la puerta. Se oye llorar a sí misma, ya no sabe si está despierta.

No sabe cuánto tiempo ha transcurrido, pero cree que han pasado más de dos días desde que la dejaron allí. Tiene hambre, sólo bebe agua, un agua rojiza que cae por el viejo caño del grifo. “Agua rica en hierro. Fuente de salud conocida desde hace siglos” rezaba la publicidad. Ha intentado abrir la puerta y la ventana varias veces. Lo único que ha conseguido son dos profundos arañazos y tres uñas rotas. Se siente débil, solo quiere dormir… pero tiene tanta hambre.

….

El conserje la mira con gesto de preocupación, detrás de él se asoma la cara inexpresiva del botones. Quiere hablar, pero no puede… vuelve a cerrar los ojos. Vuelve a oír conversaciones lejanas, casi susurros.

….

Le duele la mano, intenta moverse pero un pinchazo agudo en ella se lo impide. Abre los ojos y le cuesta enfocar la vista. Hay demasiada luz. Alguien ha abierto las contraventanas, hace sol fuera y la claridad inunda la habitación. Un bonito papel pintado de color marfil recubre las paredes. “Parecían blancas, con humedad…”. Mira a su alrededor. La mesita ya no está vacía, hay un pequeño maletín blanco, con una cruz roja. Es viejo, parece un botiquín. Un pequeño interruptor que no había visto antes está casi oculto detrás de la mesita. Alarga la mano para pulsarlo y se da cuenta de que tiene una vía en la muñeca izquierda. Sigue con la vista el tubo hasta el gotero que lentamente va introduciendo un líquido rojizo en su sangre. Se le nubla la vista. Otra vez está todo oscuro.

….

Está soñando. Alguien la está llamando pero no reconoce la voz. Cada vez suena más cerca. Intenta abrir los ojos, hay demasiada luz. Se siente aturdida.

–         ¡Señora! ¡Alicia! ¡Despierte! – intenta abrir los ojos. Se nota la boca pastosa, le cuesta tragar. Una mujer con  un uniforme blanco está inclinada sobre ella. Quiere mover la mano pero todo le pesa mucho, los brazos, los párpados… – Lleva durmiendo todo el día, debe despertarse. Ayer se desmayó después de los ejercicios y se golpeó la cabeza. – la mujer habla despacio, como si quisiera que entendiera bien lo que está diciendo – Menudo susto nos dio. Estaba muy débil, le hicimos una analítica y tiene anemia, no debía haberse apuntado al programa de adelgazar en ese estado.

Consigue llevarse la mano derecha a la cabeza, donde nota tirantez. Palpa el chichón. Intenta pensar pero solo recuerda oscuridad.

–         ¿Cuánto tiempo llevo aquí? – le cuesta hablar. Nota como arrastra las palabras.

–         ¿En la cama? Desde ayer a las nueve de la noche más o menos. Cuando se desmayó la trajimos a su habitación y el médico la reconoció. Le recetó vitaminas y suero vía intravenosa. Ahora son las ocho de la tarde. Su estancia finalizaba hoy a las doce pero hemos querido dejarla descansar. – La mujer está recogiendo el gotero vacío. Se mueve de manera muy profesional, pero no parece una enfermera. 

–         ¡Ya ha pasado una semana! – Alicia se mira el dorso de la mano. Un pequeño punto indica donde estaba la aguja.

–         ¿Que rápido verdad? ¡Y estará contenta! Ha perdido ocho kilos, sus amigos no la van a conocer. Eso sí, debe seguir con las vitaminas que el médico le ha recetado y tomar un poco el sol, a ver si hacemos desaparecer esas ojeras. Es una pena que anoche se perdiera el cóctel de despedida.

Alicia se incorpora. Le da vueltas la cabeza. No recuerda los ejercicios. Ni la caída. Si el hambre… 8 kilos, no se lo puede creer. Se levanta despacio y camina hacia el cuarto de baño. Se mira en el espejo. “Sí que tengo mala cara. Pero hacia tiempo que no me veía tan delgada”.

La imagen en el espejo la ha animado. Se viste sin prisas. La ropa perfectamente doblada en el cajón de la mesita que introduce en su maleta. Tiene poco que guardar.

Pulsa el botón de bajada y sonría a la imagen que le devuelve el gran espejo del ascensor. En el hall enciende su móvil mientras revisan su cuenta. “Dos llamadas de mamá, y cuatro de la oficina. Qué  gran vida social tengo”.

Sale por la puerta giratoria y admira la gama de tonos rojizos que envuelven el sol, a punto de desaparecer en el horizonte. Está empezando a anochecer. El taxi está esperándola. Se acomoda y apoya la cabeza en el asiento. Todavía se siente cansada. Vuelve a mirar su mano, donde tiene el pinchazo, le molesta un poco. Mira su otra mano, antes no se había fijado. Tiene unos arañazos en la palma, parecen recientes aunque están cicatrizados. Gira la mano y estira los dedos, las dos manos juntas. En la derecha tiene tres uñas rotas. Están cortadas y limadas, pero le parece horrible el aspecto de su mano con esa diferencia de tamaño entre unas y otras. “Tendré que ir a la manicura en cuanto llegue a casa”.

Se estira en el asiento y su pierna tropieza con su maleta. Una punzada de dolor le ha hecho encogerse. Mira su pierna. Tiene un gran moratón en la espinilla que se está volviendo de color amarillo. Se frota la pierna y vuelve a sentir el dolor.

Gira la vista y mira por última vez el gran edificio de estilo modernista. La gran escalinata de la entrada, la cúpula central acristalada, las estilizadas ventanas. Le parece ver una sombra desapareciendo detrás de una de ellas, una contraventana se cierra violentamente. Se da cuenta de que todas están cerradas, no hay luz en ninguna de ellas… recuerda una habitación en penumbra… siente el dolor pulsante… se toca la cabeza y palpa el chichón… una silla… gira su mano y examina los arañazos… una contraventana… desesperación… oscuridad… está empezando a sentir angustia.

Toca el hombro del taxista. “Perdone, necesito que me ayude, creo que no iré a la estación…” Los ojos la miran con indiferencia a través del retrovisor. Separa la mano derecha del volante y se quita algo de la oreja. Sólo entonces ella repara en los auriculares. Música distorsionada suena a través del que ha quedado sobre su hombro. “Sweet dreams are made of this. Who am I to disagree?...” ¿Dónde he oído antes esta música? Recuerda un uniforme… manos frías que la sujetan… “…Everybody’s looking for something. Some of them want to use you…

RELATO: SIN LUZ

Debió de haber hecho caso a su intuición, pero no le dio importancia, quien le iba a decir…

Todo empezó la noche anterior, se fue la luz, de pronto, como siempre, sin avisar. Buscó la linterna que tenía para estos casos y que como siempre que la necesitaba no encontraba, al final y tras varios golpes en la espinilla con un par de muebles que debían haberse movido aprovechando el apagón, la encontró en la cocina, la encendió y volvió al salón. Conforme iba avanzando por el pasillo veía como la luz que salía de ella iba apagándose paulatinamente, ¿Por qué se tienen que gastar las pilas justamente ahora?, claro que si la probara de vez en cuando sí hay luz…

Dió media vuelta, hombre precavido vale por dos, y buscó las velas de emergencia, eso sí lo encontró enseguida, cogió la caja de cerillas que inteligentemente guardaba al lado y la abrió, ¡vacía! ¿y porque demonios la habré guardado vacía?. Miró desolado la luz de la linterna chisporroteando, como pidiéndole permiso para acabar de morirse… y oscuridad total. Se quedé desolado mirando su nueva placa de inducción, no era muy bueno en ciencias pero daba por sentado que no podría encender la vela con ella, ni tampoco con su flamante nueva caldera de tiro forzado, sin llama, claro.

Antes de arriesgarse a seguir deambulando a oscuras por la casa, optó por irse a dormir, ya se lavaría los dientes por la mañana, total no iba a besar a nadie…

El día siguiente transcurrió con normalidad, había preparado una fiesta de cumpleaños para un compañero en el trabajo, estaban todos en la sala de juntas, en una falsa reunión, a una señal tenía que salir disimuladamente e ir a su despacho a por la tarta mientras otro compañero se ocupaba de ir a la otra punta a apagar las luces de la oficina, para que hiciera su entrada triunfal. Sonó su móvil, la señal, y con una disculpa se dirigió a su mesa, abrió la caja y sacó la tarta,… y se quedó mirando la vela, esa enorme vela con forma de número, y se dio cuenta de que se había olvidado de coger el mechero, llevaba media tarde recordándoselo a si mismo… Durante un segundo pensó en ir corriendo al despacho de al lado para buscar un encendedor, pero en ese momento la oficina quedó a oscuras y sus colegas empezaron a cantar… Cogió la tarta y caminó por el pasillo arrastrando los pies para no pisar nada que no debiera, ya se le ocurriría algo… solo faltaba que se cayera con la tarta…

 

Acabado el cumpleaños, los de siempre se dirigieron al pub que había cerca de la oficina. Querían seguir un rato la fiesta… Se acercó a la barra y pidió una cerveza, mientras esperaba que se la sirvieran escuchó una voz a su espalda “¿Por favor, me das fuego?”, se volvió y descubrió delante de el a la mujer más impresionante que había visto nunca. En ese momento, supo con toda certeza, que dejar de fumar esa semana había sido el mayor error de su vida.

PESADILLAS

Mi hijo, impresionable y sensible donde los haya (y no es amor de madre, que ya me gustaría a mi poder entrar en el video club con él sin que camine de espaldas cuando pasa al lado del stand de terror/ciencia ficción) lleva dos noches saliendo de su cuarto, entrando al salón, volviendo a la cama, volviendo a salir, entrando a mi cuarto si he tenido la suerte de despistarlo y acostarme… que solo me faltaba esto para mi insomnio semi-crónico.

Y la culpa de todo la tiene un anuncio de una película de miedo que han estrenado ahora, una de esas que te llaman al móvil y si lo coges te vas a morir, o te van a matar, o algo así. En fin, imágenes oscuras y caras blancas y fantasmales. Ya os he dicho que a sus diez años es muy impresionable.

Claro, yo me acuerdo de las películas de terror de mi infancia, y las que echaban en la tele (y me dejaban ver) eran en blanco y negro y no daban miedo, véase toda la saga de Drácula, Frankenstein, El Hombre Lobo, La Bella y La Bestia, etc. (grandes películas pero poco impresionantes), pues no me quitaban el sueño.

Pero claro que tenía miedo, me acuerdo que me aterraba la oscuridad tras de mi, y que en casa de mi abuela, en el pueblo, a veces nos quedábamos a dormir. Allí las habitaciones tenían la luz en la cabecera de la cama, con un interruptor que colgaba de la pared, y que había que apagar antes de salir de la habitación, y que cuando lo pulsaba, me dirigía hacía las escaleras (que también tenían el interruptor al final abajo) primero caminando, pero iba acelerando poco a poco al sentir la oscuridad en mi espalda, como si me empujará, como si me fuera a alcanzar y a envolver, era una sensación angustiosa, todavía la recuerdo, y que cuando alcanzaba al final la luz, las voces de mis padres y mis hermanos, el comedor… volvía a respirar, porque estaba conteniendo la respiración desde que apagué la luz, mientras corría.

Mi abuela tenía el baño fuera de la casa, atravesando un hermoso patio lleno de jazmín durante el día, y de tenebrosas sombras por las noches, por lo que os podéis imaginar el aguante que llegue a desarrollar en aquella época. Si la necesidad era acuciante e inaguantable, bajaba y subía como una exhalación, que si en el instituto años más tarde hubiera rozado la mitad de esa velocidad habría pasado la prueba de velocidad con nota.

Y reconozco que aunque las películas de miedo me gustan mucho (si no salen vísceras y desparramamiento de miembros), si veo a Regan girando la cabeza me muero del susto (no he podido ver El Exorcista más que una vez). 

A ver si esta noche voy a tener pesadillas yo….