Hoy ha empezado el verano. Para variar en vez de un domingo casero con tres paquetes de pipas y la tercera entrega del Señor de los Anillos me habían invitado a comer una paella en el campo, así que me he levantado más pronto de lo que para mí es habitual en un festivo (mucho más pronto todo hay que decirlo) y tras desayunar y contestar el tercer grado al que me han sometido mis hijos (¿Quiénes van a estar? ¿Van a haber más niños? ¿De que edades? ¿La piscina tendrá mucho cloro? ¿Qué vamos a comer?…) nos hemos montado en el coche para salir de la ciudad.
Primera parada. Unos ojos azules a los que tenía ganas de ver, un picoteo y los niños disfrutando en la piscina mientras intentamos reponernos después de hinchar dos colchonetas a pulmón.
El que mis hijos aceptaran mi relación sentimental es algo que no me preocupaba hasta ahora. Ni me lo había planteado, no veía la necesidad de mezclar ambas cosas. Últimamente han coincido por diversas circunstancias y me he dado cuenta de que me gustaría que como mínimo no se resultaran extraños, que estuvieran cómodos, tampoco pido mucho más.
Por eso hoy era un día que esperaba a la vez que temía un poco. Mis hijos pueden resultar encantadores si se encuentran en su círculo, pero pueden volverse increíblemente huraños si se tuercen sus expectativas.
La segunda parada era el chalet donde íbamos a comer. Nada más cruzar la puerta, el primer vistazo me ha tranquilizado: piscina con tobogán y trampolín, una colchoneta elástica, un par de columpios, mucho cesped y hasta gallinas. Con un poco que lo intentaran, no se iban a aburrir.
Un baño refrescante. Buena compañía. Una guitarra que no ha dejado de tocar. Paella con caracoles y muchas risas. Sobremesa con carreras y ping-pong. Una escapada para comprar helado con besos. El día estaba siendo perfecto.
Mi hija no ha parado. Varios baños en la piscina, muchos saltos en la colchoneta, carreras jugando al ping-pong con los mayores como si fuera una mas, sentada viendo tocar la guitarra, acariciando a los perros que se dejaban y observando las gallinas. Me encanta verla disfrutar de la vida. Relacionarse y pasárselo bien. Ha acabado roja por el sol y agotada, pero se ha divertido mucho.
Mi hijo… a ratos. Nada más comer ya se quería ir. Llega un momento en que parece tomar la solemne decisión de que ya no se lo va a pasar bien, y no hace el más mínimo esfuerzo por divertirse. Simplemente espera. Me mira y espera. Hoy he tenido suerte porque se había traído su consola, de lo contrario habría tenido a mi pequeño gran buda traspasándome la nuca con su mirada aniquiladora paralizante (es que pone cara de lanzar rayos por los ojos). Tras varios intentos de que se mueva, reaccione o juegue con su hermana, acabo por ignorarlo. Siempre había creído que los padres eran los aguafiestas de los hijos, pero a mí me ha tocado al contrario (por ahora).
Mi amor… simplemente ha estado genial. Intentando que ellos estuvieran cómodos y que yo me sintiera feliz, lo que no le resulta nada difícil. Me ha encantado ver a mi hija jugando al tenis contra él al final de la tarde. Me habría gustado prolongarlo hasta la noche, pero el creciente enfurruñamiento de mi hijo me pedía volver a casa. Tampoco hay que forzar las cosas. No pierdo la esperanza, supongo que algún día se relajará, aceptará que las sorpresas existen y los planes se cambian y comenzará a disfrutar de la vida. Total, le faltan dos años para la adolescencia y ahí seguro que se vuelve del revés.
Por lo demás, ha sido un inicio de verano estupendo. No es mi estación del año favorita, pero este año promete.