¿Cómo saber el grado de intensidad adecuado?
Hay momentos en la vida en que no se puede regular. Cuando somos niños esa intensidad marca todos nuestros descubrimientos y nuestros juegos… amamos profundamente a nuestros padres, con una necesidad que nunca se repetirá.
La adolescencia y juventud es vertiginosa, arrolladora y rompedora. La intensidad alcanza casi su punto máximo. Yo estaba segura de que todo lo que valiera la pena me iba a pasar en ese momento de mi vida, luego sería demasiado vieja para hacer nada interesante (aunque el tiempo se ha ocupado de desmentirlo)… La amistad, el amor, la familia, el desamor… todo se intensifica. Creía que nunca sería tan feliz como con mi primer amor, que no superaría el dolor del primer engaño. Hubo decisiones equivocadas, y también muchos momentos enriquecedores. Soy la suma de todo eso.
Luego llegó ese momento plano que todos vivimos más o menos felizmente cuando tienes una pareja estable. La intensidad de la pasión va apagándose paulatinamente, se llega a una convivencia amable, feliz a veces. Con la llegada de los hijos se vuelve a vivir intensamente el presente. Picos de felicidad, de preocupación, de miedo, de orgullo, de cansancio…
Trabajamos, comemos, dormimos, reímos, amamos o no, sufrimos, salimos y entramos dentro de una rutina diaria que va quitando grados a esa intensidad. Tenemos la sensación de que no somos dueños de nuestra vida. Dependemos de demasiadas cosas que no dependen de nosotros.
Pero hay circunstancias que demuestran lo imprevisible de la vida. Siempre puede mejorar, a veces puede empeorar. Y los cambios sacuden, sean buenos o malos. De nuevo sentimos que somos dueños de nuestra vida, que tenemos que tomar decisiones que marcaran nuestro futuro más inmediato. Da igual que sea un despido laboral, o una ruptura sentimental, o una enfermedad repentina. Da igual que nos de miedo.
Hace tres años que voluntariamente hice que mi vida cambiara. No me conformaba con esa pérdida de intensidad que me hacía aburrir mi propia vida. Quería sentir, de nuevo.
En este tiempo he amado como ya no recordaba que se podía querer a alguien (o quizás nunca había amado así) y he sido intensamente feliz. También me ha dolido el corazón como nunca hubiera imaginado. La tristeza puede ser tan intensa como la felicidad, y duele mucho más. Ahora soy de nuevo feliz, muy feliz. Llevo un año en el que veo el mundo desde tan arriba, que a veces me da miedo la altura, me asusta el daño que me pudiera causar una caída. Y el otro día, aunque solo tropecé, me dolió.
Y cuando estamos sumidos en la más profunda de las tristezas, nos volvemos irracionales, vulnerables y desconfiados. Es la peor de las intensidades. Entonces te prometes a ti mismo que no volverá a pasar. Que controlarás tu vida. Que controlarás la intensidad.
Pero no se puede.
Así que prefiero dejarme llevar. Hay miradas que devuelven la paz. Palabras mágicas que hacen esfumarse esa tristeza que invade el alma y te rompe por dentro, sin dejarte respirar. Caricias que te hacen sentir que la vida sin intensidad no es vivir. Es sobrevivir.
Ya no creo que la pierda nunca.