DEL PASADO Y SUS RECUERDOS

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El viernes pasado Pat escribió una interesante reflexión sobre la futura falta de privacidad que tendrán los niños/adolescentes de ahora sobre su propio pasado. No puedo estar más de acuerdo con ella, yo también aconsejo a mis hijos que se piensen lo que cuelgan en el presente o futuro cercano para no tener que arrepentirse dentro de unos años. Aunque no son usuarios activos de redes sociales y yo soy el miembro de la familia más expuesto por ahora.

Afortunadamente para mi esta exposición pública no existía en mi adolescencia, y eso que me abochornaría más alguna foto con aquellas terribles hombreras (y yo las he llevado muy muy grandes) que por alguna imagen vergonzosa. Pero más de uno habría visto su posición social/política/económica pelín comprometida si el pasado de mi generación tuviera la cobertura de imágenes y vídeos de la que disfruta (o padece) la actual.

Supongo que se evolucionará a una exposición menos intensa, una vez pase la fiebre de mostrar todo lo que se hace, desde las vacaciones familiares, las selfies sexys de las niñas frente al espejo, la vomitona del colega en el botellón colgada en YouTube, o incluso las infracciones de tráfico (que ya hay que ser tonto para grabarse y subirlo), o bien las empresas que se dediquen a borrar datos o a seleccionar lo que se puede ver o no de una persona harán su agosto.

Sin embargo, al mismo tiempo que agradezco que parte de mi pasado sea únicamente mío, y pueda compartir recuerdos solo con las personas que lo vivieron conmigo en ese momento y no con el resto de la humanidad, sé que se han quedado muchos momentos en el camino, caras que se borraron hace muchos años, nombres que se olvidaron, conciertos en los que sé que estuve porque tengo guardada la entrada pero que no recuerdo, lagunas que me es imposible rellenar. Por eso siento envidia de esta generación que tendrá imágenes de su infancia, de su familia (de la que cuando eres mayor ya no te acuerdas porque desapareció cuando eras pequeña), de sus compañeros de colegio, de su primera habitación, de sus amigos de instituto (yo no me acuerdo de nadie), de sus viajes… Todos esos momentos quedarán inmortalizados y siempre se podrán rememorar.

Eso sí, necesitarán un montonazo de bytes para guardarlo, aunque supongo que cuando lleguen a mi edad lo de los teras estará más que superado.

 

LA FRONTERA

Aquella noche el concierto era especial, no sólo por el grupo, que era uno de mis preferidos desde su primer disco en el 85, sino porque iba a encontrarme con amigos que hacia un montón de años que no veía. Y tenía muchas ganas de volver a verlos.

Helena llegó puntual, locuaz y sobre todo, cool, muy guapa. Hacía más de veinte años que no la había visto pero parecía que solo dos días antes se nos hubiera hecho de día en Chocolate. Pedimos una tabla de ibéricos para tres pero todavía no sé si es que ella es vegetariana o que tenía tantas cosas que contar que no podía perder el tiempo en masticar… pero me encantó.

Manolo y Luisa aparecieron enseguida. Reencontrar a mi querido excuñado fue una alegría. Lo miraba y no me lo creía. También hacía muchos años desde la última vez. Fueron muchos pisos compartidos y muchos buenos momentos. Al poco rato me parecía estar de nuevo con aquel psychobilly con el tupé más puntiagudo que nunca vi. A Luisa no la esperaba y me encantó que viniera, no sé que tiene pero es una de las personas más dulces que he conocido.

Rosa, tras algunas vueltas intentando aparcar su coche llegó tan acelerada como siempre. La verdad es que no la recuerdo de otra manera. Cuando la conocí me pareció la chica más extrovertida que había conocido nunca, siempre estaba bailando, riendo, hablando… nunca te aburrías con ella cerca. Los hermanos Dalton son imprescindibles en mis recuerdos del pasado, cuando Declive era mi segunda casa. Y cuando la volví a ver hace un par de meses la miraba incrédula, porque parecía que no había pasado el tiempo, que todo seguía igual.

Con Samuel no perdí el contacto, y para mí nunca ha cambiado, sigue siendo aquel chico atento, alto y guapo que llenaba su ocho y medio de peña para ir donde fuera, a la Isla, Bravata, Chocolate… Era increíble la cantidad de gente que cabía en aquel coche. Conocía  a todo el mundo y se llevaba bien con todos, skins, rockabillys, punks… lo veo entrar en La Marcha con aquella sombra llamada Babe que siempre le acompañaba. A él le tengo un cariño especial (si no fuera por él…).

Juanjo tiene la misma sonrisa encantadora que cuando tenía aquella cara de niño, pero nunca le había visto con una melena tan larga. Mara está igual de guapa que siempre. Inma yo diría que está todavía mejor (será la paz interior). Arturo está estupendo… si no me fallaran tanto las neuronas y pudiera cubrir algunas lagunas mentales podría decir que está como hace 20 años, pero es que no me acuerdo.

Fue una época en la que vivíamos de noche, noches que se alargaban durante días. Un momento intenso, en el que nos creíamos tan únicos y distintos que no nos importaba nada más, teníamos nuestra música, nuestra estética, nuestra gente… Hubo momentos malos, y duros, pero sin embargo los recuerdo como los mejores años de mi juventud, los más intensos, los más interesantes.

Algunos no vinieron al concierto-remember. Otros (demasiados cuando los enumeramos en la cena) ya no volverán. Pero los que estuvimos nos lo pasamos genial. La Frontera tocó como en sus mejores tiempos y fue un lujo poder disfrutarlos desde tan cerca. Aunque lo de menos… era el concierto.

Del resto… casi no me acuerdo. Demasiadas “Desperados”.

La resaca fue realmente horrible, menos mal que seis ibuprofenos y mucho amor consiguieron hacerla desaparecer a lo largo del día. Lástima de neuronas…

Y que bien sonaba La Frontera en el Camaro, con las ventanillas bajadas…

CINE

Esta tarde he vuelto paseando a casa. Mi hija me había pedido que le comprara una cosa en el centro y yo he aprovechado para caminar un rato con la compañía de mi música. El caso es que he variado ligeramente mi camino de vuelta para alargarlo un poco y he pasado por un antiguo cine que había cerca de casa, el Aliatar, ahora reconvertido en Bingo, y se me han amontonado los recuerdos…

Hacía mucho tiempo que no pasaba por la puerta, o si lo hacía no me fijaba, pero hoy he mirado hacía dentro y al ver los escalones y las paredes revestidas de mármol de la gran entrada, donde hacíamos cola ante la taquilla, solo he echado en falta los paneles llenos de aquellas fotografías grandes con escenas de las películas que estaban proyectando en ese momento. Cuando era pequeña me parecía enorme, y hoy me lo ha vuelto a parecer.

Fue el cine donde vi las primeras películas en pantalla grande. Y recuerdo sobre todo dos sesiones. En la primera iba con mis padres, no sé cuantos años tendría, pero recuerdo perfectamente a Charlton Heston separando las aguas del Mar Rojo. Sí, la película era Los Diez Mandamientos, y los efectos especiales eran impresionantes para la época, por eso supongo que aguanté las tres horas y veinte minutos que duró.

La otra sesión fue años después. Estaba en 8º de EGB y nos dejaron ir solos al cine, sesión triple. Íbamos un montón de clase, y estábamos nerviosos porque dos de las tres películas no eran toleradas para menores. No teníamos ni idea de que iban, pero estábamos excitadísimos con esta nueva experiencia. En la taquilla no nos pusieron ningún problema así que entramos en tropel y ocupamos casi toda una fila. La primera película era una comedia tonta levemente picante ambientada en el Oeste americano. Era realmente mala por lo poco que recuerdo. La segunda película era otra comedia muchísimo más subida de tono con muchas tetas al aire y escenas eróticas que iba sobre un profesor de autoescuela que se acostaba con todas sus alumnas y en todas las posiciones y lugares posibles. Era todavía más mala que la anterior pero ésta la recuerdo más porque era la primera vez que veía algo así (la televisión de entonces no era como la de ahora, y nuestros doce años tampoco). De vez en cuando miraba de reojo a mis compañeros de clase para ver que cara ponían, y menos los chicos que soltaban alguna que otra risa tonta, estábamos todos tan cortados que no nos atrevíamos ni a movernos por si se notaba mucho. La tercera película era Taxi Driver con Robert de Niro. No la entendí en ese momento, pero nunca la olvidé. Cuando salimos del cine solo hablamos de esa película, no comprendíamos tanta violencia, tanta sangre… tuvieron que pasar algunos años para que, tras verla por segunda vez, pudiera disfrutarla y entenderla de verdad.

Fue toda una experiencia. Uno de esos momentos en los que eres consciente en que estás perdiendo la inocencia.

Y a pesar de las dos primeras películas… me sigue gustando ir al cine.

Para Julio

Sí, soy feliz, estoy bien y me ha alegrado saber de ti, aunque sea de esta manera. Me gustaría poder preguntarte que tal estás, si ya ha pasado todo, si vuelves a ser feliz… pero estoy segura de que algún día volveremos a compartir un café, recuerdos y sonrisas, entonces me podrás contar… aunque tengan que pasar otros veinte años.

Mientras tanto… te quedan todos esos momentos enmarcados en fondo rojo.

Hasta siempre.

K.

MOMENTOS ENLATADOS

En la pantalla un Adriá de diez meses gatea a toda velocidad por el pasillo de nuestra antigua casa. Se detiene y se gira hacía la cámara. Sonríe y sigue gateando hacía el salón, auténtico parque infantil en aquella época. Se mueve con agilidad entre los juguetes, y al llegar al sofá se pone de pie con una sonrisa triunfal. Miro sus ojos achinados, como ahora… ya casi no me acordaba de cómo era… tan pequeño, y tan feliz.

Navidad, juegos en casa, abrazos, risas al despertarse… el Adriá de ahora mira las imágenes con ojos húmedos mientras su hermana se parte de risa al verlo tan enano.

En el siguiente DVD han pasado casi dos años y Mónica se despereza en mi cama. Tiene dos meses, unos enormes mofletes y un pijama que ya le viene apretado. Adriá se acerca a ella, y le da un abrazo. Me pone morros y dice que no quiere ir al cole, que se quiere quedar conmigo… cuando le oímos hablar nos entra la risa. Voz de dos años y medio con los mismos morros y la misma mirada enfurruñada que ahora. Hay cosas que nunca cambian.

Se oye la voz de su padre y Adriá corre contento a recibirle mientras la cámara sigue enfocando a una gordinflona Mónica casi irreconocible.

Oigo al Adriá de doce años decir “éramos tan felices entonces… todos juntos”. Lo dice sin querer, como pensando en voz alta, mientras en la pantalla aparece un fundido en negro con Mónica bebé desperezándose.

No sé si ha sido buena idea echar un vistazo al pasado…  

Esta noche Mónica ha insistido en poner el DVD que quedaba después de cenar. Sólo había salido unos minutos en el otro y se quería ver de pequeña.

Agosto del 2004. En la piscina del chalet que alquilábamos para pasar las vacaciones. Mónica aparece con unos encantadores tres años y una voz que nos hace partirnos de risa a los tres en cuanto abre la boca. Y ya no la vuelve a cerrar en casi toda la filmación. Más escenas familiares, fiestas con amigos, juegos en el agua… Adriá está sentado a mi lado, le miro de reojo y veo que está intentando aguantar el tipo. Le abrazo y le pregunto si lo acabamos de ver otro día. Las lágrimas le resbalan por la mejilla pero me dice que no, que no importa, que es que se ha emocionado.

Sé que él recuerda aquella época como la más feliz. Estábamos todos juntos. Cuando su padre dejó de vivir con nosotros cambié la plaquita del buzón en que figurábamos los cuatro; Adriá me la pidió y la colocó con celo en la puerta de su cuarto. Ahí lleva tres años.

La última imagen se queda congelada en nuestra antigua cocina, ya en esta casa, mientras pintan unas esculturas imposibles que han hecho con cajas de cartón y Mónica, con la cara manchada de verde, pide madalenas con lingotín para merendar.

Mi hija sonríe y dice que no ha cambiado tanto, que le sigue gustando el chocolate. Luego se abalanza sobre su hermano y le riñe por ser tan sensible. Los dos acaban en un montón, sobre la alfombra… como siempre.

Los miro mientras se ríen tirados por el suelo, tan grandes que casi no caben sin hacerse daño… y sé que siguen siendo felices, quizás más de lo que ellos creen, y que dentro de unos años, solo dos o tres, cuando vea las imágenes de nuestro presente, me volverán a parecer pequeños e inocentes…

THE BEATLES

Tenía once años y estaba de visita en casa de mi tía Lina, prima-hermana de mi madre, viuda y moderna (para lo que eran aquellos finales de los 70 en este país). Me gustaba ir a su casa, era un segundo o tercer piso de un edificio antiguo en el centro. Sin ascensor, oscuro y húmedo, pero misterioso. Nada que ver con nuestro soleado ático en lo que entonces eran las afueras de Valencia, ella tenía unas habitaciones con techos altísimos y grandes ventanales de madera que daban a unos balcones con balaustrada, una habitación que olía muy fuerte donde pulía joyas y un enorme cuarto de baño con baldosas pequeñitas cuadradas formando dibujos y una gran bañera con patas. En realidad, todo en esa casa me parecía grande.

No sé porqué aquella tarde abrió el armario trastero que había al principio del pasillo de su casa, cogió esos dos pequeños discos y nos los ofreció a mi hermana y a mí. No conocíamos al grupo pero nos daba igual, un regalo era un regalo. En casa oíamos música a través de un aparatoso magnetofon Telefunken que no recuerdo de donde había sacado mi padre. Teníamos cintas de los Pekenikes, de villancicos y de cuentos hablados. Pero también teníamos un pequeño tocadiscos de esos portátiles que le habían regalado a mi madre en un concurso de Mirinda, creo que solo teníamos el disco de Karina que venía con él.

Mi madre opuso un poco de resistencia pero salimos de allí con nuestros dos singles bajo el brazo. No sé si su hijo se dio cuenta de la desaparición de estos discos alguna vez, quizás años más tarde cuando a la muerte de su madre tuvo tanta prisa por deshacerse de todo, incluso de su abuela… pero entonces, se lo tenía merecido.

Yo los guardo como un auténtico tesoro. 45 r.p.m. año 1967 – Strawberry Fields Forever (cara A) y Penny Lane (cara B), el otro contiene All you need is Love (cara A) y Baby, you`re a Rich man (cara B). Son mis canciones preferidas.

Y The Beatles empezaron a sonar en casa. Nos apropiamos del tocadiscos y poco tiempo después, cuando mi padre compró un equipo de alta fidelidad… también acabó definitivamente en nuestra habitación.

Así que aunque en ese momento, cuando los escuché por primera vez, The Beatles hacía años que se habían separado, pasaron a formar parte de nuestro nuevo mundo musical. Mi hermana y yo compramos todos sus discos, desde su primera época, la de la Beatlemania, hasta su evolución a la psicodelia, incluida una rareza de su gira de Hamburgo, cuando aún iban de rockers con tupés y cuero negro.

Algunas de las canciones favoritas de mis hijos son suyas, y cuando hace un año me regalé The Beatles Anthology casi lloré al acabar el último DVD, la última foto fija, su final…

Hace hoy 40 años…

Por todo eso, me cuesta elegir la canción para poner música a este post… aunque me quedo con aquella extraña canción que me fascinó en cuanto la escuche por primera vez.

Strawberry fields for ever

INTENSIDAD

¿Cómo saber el grado de intensidad adecuado?

Hay momentos en la vida en que no se puede regular. Cuando somos niños esa intensidad marca todos nuestros descubrimientos y nuestros juegos… amamos profundamente a nuestros padres, con una necesidad que nunca se repetirá.

La adolescencia y juventud es vertiginosa, arrolladora y rompedora. La intensidad alcanza casi su punto máximo. Yo estaba segura de que todo lo que valiera la pena me iba a pasar en ese momento de mi vida, luego sería demasiado vieja para hacer nada interesante (aunque el tiempo se ha ocupado de desmentirlo)… La amistad, el amor, la familia, el desamor… todo se intensifica. Creía que nunca sería tan feliz como con mi primer amor, que no superaría el dolor del primer engaño. Hubo decisiones equivocadas, y también muchos momentos enriquecedores. Soy la suma de todo eso.

Luego llegó ese momento plano que todos vivimos más o menos felizmente cuando tienes una pareja estable. La intensidad de la pasión va apagándose paulatinamente, se llega a una convivencia amable, feliz a veces. Con la llegada de los hijos se vuelve a vivir intensamente el presente. Picos de felicidad, de preocupación, de miedo, de orgullo, de cansancio…

Trabajamos, comemos, dormimos, reímos, amamos o no, sufrimos, salimos y entramos dentro de una rutina diaria que va quitando grados a esa intensidad. Tenemos la sensación de que no somos dueños de nuestra vida. Dependemos de demasiadas cosas que no dependen de nosotros.

 

Pero hay circunstancias que demuestran lo imprevisible de la vida. Siempre puede mejorar, a veces puede empeorar. Y los cambios sacuden, sean buenos o malos. De nuevo sentimos que somos dueños de nuestra vida, que tenemos que tomar decisiones que marcaran nuestro futuro más inmediato. Da igual que sea un despido laboral, o una ruptura sentimental, o una enfermedad repentina. Da igual que nos de miedo.

Hace tres años que voluntariamente hice que mi vida cambiara. No me conformaba con esa pérdida de intensidad que me hacía aburrir mi propia vida. Quería sentir, de nuevo.

En este tiempo he amado como ya no recordaba que se podía querer a alguien (o quizás nunca había amado así) y he sido intensamente feliz. También me ha dolido el corazón como nunca hubiera imaginado. La tristeza puede ser tan intensa como la felicidad, y duele mucho más. Ahora soy de nuevo feliz, muy feliz. Llevo un año en el que veo el mundo desde tan arriba, que a veces me da miedo la altura, me asusta el daño que me pudiera causar una caída. Y el otro día, aunque solo tropecé, me dolió.

Y cuando estamos sumidos en la más profunda de las tristezas, nos volvemos irracionales, vulnerables y desconfiados. Es la peor de las intensidades. Entonces te prometes a ti mismo que no volverá a pasar. Que controlarás tu vida. Que controlarás la intensidad.

Pero no se puede.

Así que prefiero dejarme llevar. Hay miradas que devuelven la paz. Palabras mágicas que hacen esfumarse esa tristeza que invade el alma y te rompe por dentro, sin dejarte respirar. Caricias que te hacen sentir que la vida sin intensidad no es vivir. Es sobrevivir.

Ya no creo que la pierda nunca.

EL CLUB DE LAS CANCIONES. Recuerdos.

Siento llegar tan tarde, pero he llevado una semana un tanto caótica, ocupada y apretada. Y el viernes ni me acordaba del club hasta que encendí el ordenador por la noche. (Muy apropiado mi olvido para el tema de hoy que propuso Mariana).

Pero como tenía pensado poner una de mis canciones favoritas precisamente cuando llegara este tema, no me lo pienso saltar.

La canción es de Ariel Rot. “El Vals de los Recuerdos”. Cuenta cuando su familia y él decidieron abandonar Argentina por razones políticas y llegaron a Madrid. Fue en agosto de 1976. Tenía 16 años y con ellos viajaba su amigo Alejo Stivel (el cantante de su futura banda Tequila), y la pobre hermanita que llora en la canción es Cecilia Roth (la actriz). Por cierto, el hotel al que se refiere es el Hotel Mayorazgo, en la Gran Vía.

Un momento de una vida capturado en una canción.

Ariel Rot. El Vals de los Recuerdos.

Mas recuerdos en los blogs de

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O podéis ir directamente a la Web de Feevys del Club (by Nynaeve)

31 de enero

Recuerdo un restaurante vegetariano, tú elección del menú, un disco de John Coltrane, un paseo tranquilo, un beso furtivo en el Mestalla, una tarde muy especial… también recuerdo muchos otros instantes, paseos y miradas, una exposición, un pequeño bistro francés, una nota encontrada en un bolsillo, momentos compartidos, mágicos y maravillosos, intensos e inolvidables.

 

Todos esos momentos están atrapados dentro de un cuadro. 

 salusblog

  Espero que te haya gustado.                                 

   www.salustiano.com

KEANE. The lovers are losing

LA CASA DE MI ABUELA (Recuerdos)

Cada quince días íbamos al pueblo. Ese domingo mi madre siempre madrugaba más que cualquier otro, preparaba una gran tarta de manzana y el desayuno de todos. Luego nos despertaba y empezaban las prisas por vestirnos mientras mi padre limpiaba y sacaba brillo al coche familiar, un SEAT 1430 de color blanco. Cuando bajábamos, pulcramente peinados, nos acoplábamos los cuatro hermanos en el asiento trasero, intentando no arrugar mucho nuestros vestidos de domingo, mientras mis padres discutían si pasar o no antes por casa del tío Rafael, o ir directamente a casa de la abuela.

Yo odiaba esas visitas de domingo. Sólo me gustaba ir a casa de la abuela. Acostumbrada a nuestro piso con sus apreturas, me encantaba esa vieja casa con chimenea, y muchos cuartos, y una escalera que llevaba al piso de arriba, donde estaban los dormitorios, con balcones que daban a una calle que casi desconocía los coches.

La casa tenía un patio que daba a lo que en su día fueron las cuadras, un gran territorio lleno de misteriosas jaulas y utensilios, de cuando mi abuelo tenía allí conejos, y gallinas… todavía olía a animal. Nos movíamos con cuidado y recelo, con esa mezcla de miedo a mover las telarañas que tapizaban los tarros y esa gran curiosidad por saber qué había dentro de ellos. Al lado estaba el baño, separado de la casa por el patio y el lavadero, a él accedíamos pasando bajo la gran planta de jazmín que enmarcaba la entrada y nos inundaba con su aroma, sobre todo a primera hora de la mañana, cuando el rocío incrementaba su frescor. Recuerdo los inacabables collares ensartando las florecitas blancas unas sobre otras.

Y el desván, lleno de trastos, libros polvorientos que parecían antiguos textos de colegio, cuadernos humedecidos a medio escribir. Esa cueva llena de tesoros estaba encima de las cuadras. Subíamos corriendo por las escaleras que había en el patio, mientras mi madre nos gritaba desde abajo que tuviéramos cuidado con la ropa. Pero sabíamos que ninguno se ocuparía de nosotros, demasiado ocupados en preparar el aperitivo, ese gran banquete que sólo disfrutábamos los domingos, cuando el resto de la familia acudía a casa de la abuela.

Pero lo que más me gustaba era ver cómo mi abuela preparaba la comida. Cuando llegábamos ya solía tener el pollo troceado en una fuente y el conejo, sin piel, descansaba sobre la pila, mientras se desangraba lentamente. Nunca he podido comer conejo, siempre se me aparecía la imagen del pobre conejo desollado. Luego montaba la leña y le prendía fuego. Me fascinaba y siempre que me quedaba sola intentaba atraparlo con la punta de alguna ramita. Hasta que ella volvía y me reñía, suavemente, porque mi abuela era así, discreta, con sus medias negras y su eterno luto, con sus gafas de pasta y su pelo cano con reflejos violetas. Nunca gritaba, sólo se deslizaba por la casa, como si el ajetreo que nuestras visitas producían no le perturbara en absoluto.

Todavía asocio el olor a leña a esas mañanas frías de invierno. En su patio. Mirándola trabajar.

La casa pronto se inundaba de gente, de tías, de vecinas, de primas, de amigas de juventud de mi madre que parloteaban y reían de una manera escandalosa. La sobremesa siempre se alargaba hasta la merienda. Todos traían algo. Café y todo tipo de pastas caseras.

Así pasaba el domingo, con muchos besos y “cuanto habéis crecido”, comida, gatos, bostezos, frío, juegos en la calle, algún que otro paseo… hasta que mi padre decía que se iba a hacer tarde, que nos quedaban casi dos horas de coche y que había que irse. Entonces había unos cuantos besos y abrazos más. Y el interminable camino de vuelta escuchando los resultados de la jornada del domingo en la radio del coche.

Un domingo, mi madre nos despertó más pronto de lo habitual. No nos vestimos de domingo y cuando nos montamos en el coche todavía era de noche. Mis padres no discutían adonde ir, estaban callados y miraban fijamente hacia la carretera, en silencio.

Entramos en la calle de mi abuela y mi padre aparcó detrás de un gran coche negro. Nunca había visto ninguno tan largo. Cuando mi madre bajo del coche ya estaba llorando.

Mi abuela se murió como había vivido, sin hacer ruido, sin quejarse, después de una corta enfermedad diagnosticada demasiado tarde.

Ese día miraba con curiosidad todo el ritual que se origina alrededor de la muerte sin entenderlo muy bien. Sin llorar, más sorprendida que triste.

Pero ahora la echo de menos. Tantos años después y me hubiera gustado conocerla más, saber de su infancia, de su vida, de su guerra, de su dolor y de sus alegrías.

Mi hija se llama como ella. Siempre me gustó su nombre.