DEL PASADO Y SUS RECUERDOS

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El viernes pasado Pat escribió una interesante reflexión sobre la futura falta de privacidad que tendrán los niños/adolescentes de ahora sobre su propio pasado. No puedo estar más de acuerdo con ella, yo también aconsejo a mis hijos que se piensen lo que cuelgan en el presente o futuro cercano para no tener que arrepentirse dentro de unos años. Aunque no son usuarios activos de redes sociales y yo soy el miembro de la familia más expuesto por ahora.

Afortunadamente para mi esta exposición pública no existía en mi adolescencia, y eso que me abochornaría más alguna foto con aquellas terribles hombreras (y yo las he llevado muy muy grandes) que por alguna imagen vergonzosa. Pero más de uno habría visto su posición social/política/económica pelín comprometida si el pasado de mi generación tuviera la cobertura de imágenes y vídeos de la que disfruta (o padece) la actual.

Supongo que se evolucionará a una exposición menos intensa, una vez pase la fiebre de mostrar todo lo que se hace, desde las vacaciones familiares, las selfies sexys de las niñas frente al espejo, la vomitona del colega en el botellón colgada en YouTube, o incluso las infracciones de tráfico (que ya hay que ser tonto para grabarse y subirlo), o bien las empresas que se dediquen a borrar datos o a seleccionar lo que se puede ver o no de una persona harán su agosto.

Sin embargo, al mismo tiempo que agradezco que parte de mi pasado sea únicamente mío, y pueda compartir recuerdos solo con las personas que lo vivieron conmigo en ese momento y no con el resto de la humanidad, sé que se han quedado muchos momentos en el camino, caras que se borraron hace muchos años, nombres que se olvidaron, conciertos en los que sé que estuve porque tengo guardada la entrada pero que no recuerdo, lagunas que me es imposible rellenar. Por eso siento envidia de esta generación que tendrá imágenes de su infancia, de su familia (de la que cuando eres mayor ya no te acuerdas porque desapareció cuando eras pequeña), de sus compañeros de colegio, de su primera habitación, de sus amigos de instituto (yo no me acuerdo de nadie), de sus viajes… Todos esos momentos quedarán inmortalizados y siempre se podrán rememorar.

Eso sí, necesitarán un montonazo de bytes para guardarlo, aunque supongo que cuando lleguen a mi edad lo de los teras estará más que superado.

 

MOMENTOS ENLATADOS

En la pantalla un Adriá de diez meses gatea a toda velocidad por el pasillo de nuestra antigua casa. Se detiene y se gira hacía la cámara. Sonríe y sigue gateando hacía el salón, auténtico parque infantil en aquella época. Se mueve con agilidad entre los juguetes, y al llegar al sofá se pone de pie con una sonrisa triunfal. Miro sus ojos achinados, como ahora… ya casi no me acordaba de cómo era… tan pequeño, y tan feliz.

Navidad, juegos en casa, abrazos, risas al despertarse… el Adriá de ahora mira las imágenes con ojos húmedos mientras su hermana se parte de risa al verlo tan enano.

En el siguiente DVD han pasado casi dos años y Mónica se despereza en mi cama. Tiene dos meses, unos enormes mofletes y un pijama que ya le viene apretado. Adriá se acerca a ella, y le da un abrazo. Me pone morros y dice que no quiere ir al cole, que se quiere quedar conmigo… cuando le oímos hablar nos entra la risa. Voz de dos años y medio con los mismos morros y la misma mirada enfurruñada que ahora. Hay cosas que nunca cambian.

Se oye la voz de su padre y Adriá corre contento a recibirle mientras la cámara sigue enfocando a una gordinflona Mónica casi irreconocible.

Oigo al Adriá de doce años decir “éramos tan felices entonces… todos juntos”. Lo dice sin querer, como pensando en voz alta, mientras en la pantalla aparece un fundido en negro con Mónica bebé desperezándose.

No sé si ha sido buena idea echar un vistazo al pasado…  

Esta noche Mónica ha insistido en poner el DVD que quedaba después de cenar. Sólo había salido unos minutos en el otro y se quería ver de pequeña.

Agosto del 2004. En la piscina del chalet que alquilábamos para pasar las vacaciones. Mónica aparece con unos encantadores tres años y una voz que nos hace partirnos de risa a los tres en cuanto abre la boca. Y ya no la vuelve a cerrar en casi toda la filmación. Más escenas familiares, fiestas con amigos, juegos en el agua… Adriá está sentado a mi lado, le miro de reojo y veo que está intentando aguantar el tipo. Le abrazo y le pregunto si lo acabamos de ver otro día. Las lágrimas le resbalan por la mejilla pero me dice que no, que no importa, que es que se ha emocionado.

Sé que él recuerda aquella época como la más feliz. Estábamos todos juntos. Cuando su padre dejó de vivir con nosotros cambié la plaquita del buzón en que figurábamos los cuatro; Adriá me la pidió y la colocó con celo en la puerta de su cuarto. Ahí lleva tres años.

La última imagen se queda congelada en nuestra antigua cocina, ya en esta casa, mientras pintan unas esculturas imposibles que han hecho con cajas de cartón y Mónica, con la cara manchada de verde, pide madalenas con lingotín para merendar.

Mi hija sonríe y dice que no ha cambiado tanto, que le sigue gustando el chocolate. Luego se abalanza sobre su hermano y le riñe por ser tan sensible. Los dos acaban en un montón, sobre la alfombra… como siempre.

Los miro mientras se ríen tirados por el suelo, tan grandes que casi no caben sin hacerse daño… y sé que siguen siendo felices, quizás más de lo que ellos creen, y que dentro de unos años, solo dos o tres, cuando vea las imágenes de nuestro presente, me volverán a parecer pequeños e inocentes…

QUIQUE

Once de la noche, hoy he malcomido y tengo un hambre que me muero. Mientras hacemos boca con una Sapporo (la marca de cerveza más vieja de Japón) analizamos el menú del Orient Express para no quedarnos con hambre.

Intentamos cenar con palillos para no desentonar, los gyoza se dejan coger, pero el plato de pad thai es más escurridizo y para el nasi goreng pedimos tenedor directamente. La charla y las otras dos Sapporo hacen que al final nos dejemos la mitad del segundo plato compartido. Directamente pasamos del postre.

Nos metemos en el coche, hace frío y llueve. Habrá que probar algo más fuerte, a ver si nos calentamos el cuerpo. Aparcamos en la puerta (Samuel siempre ha tenido este tipo de suerte) y entramos. Mientras buscamos un hueco en la barra mi amigo me da un codazo y me señala a un tipo muy delgado, de nariz ganchuda y pelo largo y desaliñado. Puedo sentir mis neuronas trabajando a doble velocidad de la normal. Lo conozco, de un pasado oscuro y borroso, pero estoy segura de que lo conozco, aunque me cueste situarlo. La búsqueda sólo me da un resultado, y me acerco hasta él sin pensarlo.

         Yo te conozco, tu trabajabas en La Marxa – me mira sin verme, con una leve sonrisa fijada en su cara, y sigue andando sin volverse.

         No está bien, parece ido – me dice mi amigo.

Nos tomamos un vodka rojo para entrar en calor mientras lo miramos flotar entre la gente, es casi transparente pero se recorre el local con determinación, cumpliendo alguna especie de misión que sólo él debe conocer. Es inevitable que la conversación derive hacia los amigos comunes que no volvieron de un mal viaje, o que se quedaron en él.

Cuando salimos está en la puerta, sólo, sonriendo.

         ¿Te llamas Quique verdad? – nos mira, sus ojos hacen un esfuerzo por reconocernos, pero solo asiente sonriendo.

         Tú trabajabas en La Marxa – Samuel me señala – con su hermana, ¿no te acuerdas de ella?

         Si… trabajé allí… hace mucho – me mira – lo siento… no me acuerdo… de mucho.

En ese momento dos tipos intentan entrar al local y Quique les cierra el paso.

         No podéis entrar. Hay mucha gente. Se tiene que vaciar un poco, hay 107 cabezas, no caben más.

Nos alejamos y lo dejamos allí, convenciendo tranquilamente a aquellos dos tipos de que no caben en el local, aunque a través de las ventanas se ve hueco suficiente para otras 20 cabezas más.

Samuel y yo nos miramos asombrados ¡Está contando cabezas! Eso es lo que hacía todo el rato, por eso no paraba de moverse. Supongo que así lo tienen entretenido.

Antes de subir al coche me giro y lo veo allí, en la puerta, todavía sonriendo, en su mundo. Se llamaba Quique y era un chico encantador.

En el coche suena Vetusta Morla.

Un día en el mundo. Vetusta Morla

DRAGON

Miro hacía el techo. La luz del foco me deslumbra así que desvío la mirada hacia la cristalera a través de la cual se ven las fotografías de la pared de fuera. Son dibujos sobre piel. Todo tipo de dibujos, todo tipo de pieles.

Daniel está completando mi dragón. Está incompleto desde hace ocho meses, desde que desapareció junto con el trozo de piel sobre el que dormía, solo un trozo de cola retorcida me recordaba que había estado allí. Y yo no soy supersticiosa, me encantan los gatos negros (soy un poco Emily) y prefiero pasar por debajo de una escalera que bajarme de la acera para que me atropelle un coche. Por eso mi mente se niega a creer que este año tan horrible para mí empezara justo cuando mi dragón casi se esfumó.

Porque ese dragón chino, que simboliza la felicidad, se quedó grabado en mi piel en un momento de mi vida en que viví intensamente… en que fui inmensamente feliz, en que mi vida era un torbellino de sensaciones, muchas buenas, algunas malas. Porque ese dragón me recuerda otros dragones, en otras pieles.

Y esta vez me duele más que la primera. Aprieto los dientes y observo los dibujos que llenan la pared del gabinete. Una amazona semidesnuda digna del mejor Manara me mira desde la pared, junto a un guerrero samurai. Dibujos en blanco y negro, parece que me observen. El sonido vibrante de la pistola vuelve a romper el silencio.  

Daniel dibuja muy bien, en unos pocos minutos ha bosquejado el perfil sinuoso, me ha pedido permiso para aumentarlo, modificar ligeramente el original, “equilibrarlo” dice, con su acento francés. Yo le dejo hacer, salí contenta la última vez y no creo que me decepcione. Vuelvo a sentir las agujas perforando mi piel, “ya queda poco”, me dice. Me acuerdo de un gran dragón bajando por una espalda, “no sé como lo pudo aguantar” pienso.

Ya está. Miró mi dragón y sonrió. Me siento bien. Escuece pero estoy contenta. Vuelvo caminando a casa, hoy ha mejorado el tiempo, ya no hace tanto calor y una brisa fresca me acompaña todo el camino.

MI PASADO

Toda mi familia proviene de un bonito pueblo situado a los pies de Sierra Nevada. En la época árabe se llamaba Xeriz, y su abundancia de agua le llevó a ser residencia de verano del cadí de Wadias (actual Guadix), hasta los reyes nazaríes de Granada poseían amplias propiedades allí.

Luego llegaría la expulsión tras el levantamiento de los moriscos y su repoblación por gallegos, asturianos, castellanos y leoneses… aunque a mi me parece de vez en cuando ver en algunas de sus gentes los rasgos de un descendiente de aquellos conversos mudéjares que consiguieron quedarse.

Por eso me gusta, por su mezcla. Casas moriscas, fortificaciones medievales, baños árabes, las casas blanqueadas con cal, sus calles estrechas y la sombra de sus castaños centenarios que te hacen olvidar que estás tan al Sur.

Este ataque de nostalgia se debe a que en esta última visita, la semana pasada, hice una excursión muy especial para mí: conocí el sitio donde mi madre vivió cuando era pequeña. Fueron años duros, mi madre tenía 3 años cuando acabo la guerra, su padre estuvo tres años preso después de la guerra civil y no se atrevió a volver al pueblo debido a las venganzas que hubo contra algunos republicanos así que cuando al final lo “perdonaron” y se vino a Valencia a buscar casa y trabajo la dejaron allí en el cortijo de su tío hasta que pudieron ir a buscarla.

Esa historia la conocíamos pero nunca le habíamos pedido que nos llevara allí, suponíamos que ya no existiría. Pero cuando nos dijo que una tarde había ido sola paseando y había entrado dentro le pedimos que nos lo enseñara. Así que una mañana, antes de que el sol estuviera muy alto, nos encaminamos hacía el final por el camino que sale del pueblo, una zona por la que curiosamente nunca paseamos. Pasamos el cementerio, llegamos a la barriada de cortijos, y poco a poco, fue regresando hasta sus cuatro años, hasta sus recuerdos más antiguos.

Pero a pesar de todo, lo recordaba con nostalgia y nos mostraba con emoción el interior de ese cortijo que pese a estar abandonado desde hace más de medio siglo todavía se mantiene en pie. Nos iba indicando el camino de bajada hacía la puerta, unas escaleras medio ocultas por la mala hierba y que ella recuerda impolutas, limpias y despejadas, con un banquito de piedra donde el vecino se sentaba a la sombra mientras arreglaba zapatos. El exterior de piedra, donde nos describe las macetas y flores que adornaban la entrada, ahora llena de tierra y matojos. Su interior encalado, sucio ahora, los techos bajos. La chimenea en un rincón de la habitación que hacía de cocina. La cuadra donde estaban los animales. El cuarto donde dormía con su tío. El camino por el barranco hacía el río, donde con cinco años y a lomos de un burro bajaba a cargar agua todos los días en seis cántaros. Las candelas con que se iluminaban, con hilos retorcidos para que duraran más.

Y ella cuenta con esa naturalidad de quien lo ha vivido (sin dramas ni aspavientos) lo poco que tenían y con lo poco que se conformaban. Y yo me sorprendo con esa extrañeza de quien nunca lo ha sufrido, de la vida sin agua corriente, ni luz eléctrica, ni calefacción… Y me doy cuenta de lo mucho que tenemos y lo poco que nos conformamos.

Y mis hijos siguen a la abuela alucinados, preguntándole si tenía juguetes, y donde estaba el cuarto de baño, y si el burro tenía nombre… Y yo espero que esta pequeña lección de historia se les quede un poquito grabada, y les digo que miren afuera, que el mejor tesoro que tenía la abuela era esa maravillosa vista, con los 3.088 m. del Picón de Jerés de fondo, y su cañada, y el río, y sus ilusiones…

Aunque las fotografías no suelen reflejar la belleza del paisaje real, esto es lo que mi madre podía ver cuando salía a la puerta de su casa.