– ¿A qué hora entró a trabajar anoche? – era la tercera vez que se lo preguntaba.
El policía le miraba fijamente. Su insistencia le hacía sentirse incómodo. Era algo que siempre conseguía cualquier representante de las fuerzas del orden. Y no tenía nada que ocultar… ya no.
Hacía unos años que había dejado de sobresaltarse al oír el timbre. O cuando alguien le llamaba a su espalda. Nunca imaginó que un trozo de papel diera tanta tranquilidad. Ahora era “legal”.
– A las diez. Como siempre.
– ¿Y no vio nada extraño? ¿Alguien desconocido, o que saliera nervioso del portal, cualquier cosa que le llamara la atención? – tenía una pequeña libretita que hojeaba de vez en cuando mientras asentía con la cabeza. Pensó en lo incómodo que debía de ser escribir en unas hojas tan pequeñas.
– Ya le he dicho que entré directamente. Estuve preparando el local, como siempre. Luego hubo un problema con la luz y tuve que ausentarme un momento para ir el cuarto de contadores del edificio. Lo arreglé y salí enseguida, no podía dejar esto solo – Recordó los gritos mientras subía la persiana.
El desprecio escupido por el viejo de siempre “¡Gentuza! ¡No tenéis vergüenza! ¡Para esto vienen a nuestro país! ¡Vuélvete al tuyo!…” su retahíla de insultos era tan antigua como cansina. Lo oía gritar desde su balcón, todas las noches cuando llegaba, todos los días cuando se marchaba.
Después de preparar las barras llegaba su momento preferido del día, ponía un disco de Louis Armstrong que encontró un día en el fondo de un cajón, se servía un whisky y mientras fumaba un cigarrillo disfrutaba de ese momento de soledad. A los pocos minutos los gritos y carcajadas de las primeras chicas empujando la doble puerta le devolvían a la realidad. Entonces conectaba el hilo musical, jazz suave, sensual, aterciopelado, para acentuar el ambiente íntimo que la penumbra y los tapizados negros daban al local.
– ¿Cuándo llegan las chicas? – el local estaba vacío. Era pronto, hasta las once no abrían, y ellas no tenían prisa en llegar hasta entonces. Pedían una copa, la más fuerte, la primera. Luego la cuestión era que bebieran los demás, él ya se preocupaba de no cargarles mucho los vasos.
– Dentro de una hora. De todos modos no creo que le puedan ayudar mucho. Una vez entran ya no salen hasta que cerramos y no tenemos mucho contacto con los vecinos. Más bien los evitamos.
Volvió a anotar en su diminuto bloc de notas.
– ¿Le pongo una cerveza? Aún tardarán y hace calor – abrió la nevera mientras hablaba y colocó una botella de Gordon delante del hombre. El cristal helado le arranco media sonrisa mientras se metía la libretita en el bolsillo de su chaqueta.
– ¡Gracias, la verdad es que se agradece un trago fresco! Llevo todo el día pateándome el barrio buscando información. Sólo me quedaba tu local, que debía estar abierto cuando mataron al viejo – cuando se había bebido la mitad de la botella ya le tuteaba.
Cuando sacó la segunda, ya se había olvidado de sus preguntas, de su libretita y de la noche anterior. Le estaba contando lo terrible de sus horarios y lo mal pagado que estaba. Le dejó hablar, era parte de su trabajo, no le molestaba conocer las miserias de los demás. Incluso le hacía sentirse mejor.
Él no quería recordar la noche anterior, el apagón, los cinco pisos sin ascensor, el hombre que le insultó en medio de la oscuridad, un empujón, las escaleras…
Las chicas entraron como siempre, haciéndose notar. En unos minutos hicieron que el hombre se sintiera atractivo, e importante. Luego llegaron otros hombres, otros egos. El barman les miraba desde el otro lado de la barra, viéndoles divertirse, emborracharse, marcharse…
La noche pasó igual de lenta que otras noches.
Cuando la última chica salió taconeando del local apartó los taburetes. Barrió y fregó el suelo, le gustaba cerrar dejando el local limpio. Recogió las botellas vacías para tirarlas al contenedor de cristal que había al otro lado de la calle. La luz temprana de las ocho de la mañana hizo que entornara los ojos. Respiró el aire fresco y cruzó la calle.
Miró hacia el cielo, parecía que hoy haría calor. Empezó a caminar y se dio cuenta que andaba más erguido, y que estaba tarareando. Sabía que nadie le iba a gritar, ni ahora, ni nunca.
– and I think to myself what a wonderful world…