ORDEN

Miraba la punta de sus botas, negras y brillantes, y recordaba sus primeros días, recién aprobada la oposición, cuando andaba nervioso todo el día y con miedo de meter la pata, luego se fue acostumbrando a la dinámica diaria, le gustaba su trabajo, no era nada rutinario y se llevaba bien con sus compañeros. Sin embargo hoy iba sin ganas, frases de cuando estudiaba el temario para los exámenes le venían a la cabeza… “garantizar la tranquilidad pública”…

Esa mañana se había cruzado con su hijo mientras desayunaba, hacía días que no paraba en casa, acababa de cumplir los diecisiete y le había salido combativo, andaba metido en los movimientos antisistemas y se había unido a una plataforma de protesta en su instituto. Todo eso lo sabía por su mujer, porque la comunicación con él no era muy fluida desde que había empezado a salir por la noche, el creía que todavía era demasiado joven, su hijo, como todos los de su edad, se suponía ya lo suficientemente mayor para todo… se acordó de sus diecisiete y sonrió, siempre se repetía la misma historia. Le había dicho que tuviera cuidado, que el ambiente andaba muy revuelto.

… “respetar la ley y el orden”….

El furgón se detuvo violentamente y las puertas se abrieron. Mientras se colocaba bien el casco y las protecciones miró por encima de los escudos de sus compañeros, un gran número de jóvenes estaban sentados en el suelo, otros les insultaban y señalaban, recibieron órdenes claras: dispersar.

Empezaron a avanzar, los primeros en llegar estaban tirando de los chicos que estaban en el suelo, los arrastraban de una pierna, o del brazo. Los insultos arreciaban, un objeto voló delante de él y las porras empezaron a golpear. Los gritos no le dejaban pensar…

proteger y respetar las libertades y derechos fundamentales del individuo”…

Se acercó para ayudar a un compañero que estaba arrastrando a un chaval, el chico se resistía con todas sus fuerzas y estaba recibiendo golpes en las piernas, cuando llegó a su altura reconoció aquella sudadera roja, durante unos segundos dejó de oír gritos, recordó sueños que habían quedado enterrados bajo la rutina, el conformismo y la obediencia. Luego miró al chico y al policía, y sopesó la imagen que tenía delante.

No lo pensó, solo abrió la mano, cuando oyó el ruido de la porra al chocar con el suelo supo que no había vuelta atrás. Hacía tiempo que no sentía tan libre…

INSTITUTO

He tenido la primera reunión del instituto de mi hijo. El director nos ha informado muy amablemente de todo el proyecto pedagógico del centro, los intercambios culturales que podrán hacer a Finlandia, Suecia o Dinamarca, la importancia que le dan a la comprensión lectora, los talleres optativos de refuerzo, todas las actividades culturales y deportivas que el centro ofrece de manera gratuita (esto si es un gran cambio)… Y muchas cosas mas que ahora mismo no recuerdo, han sido unas dos horas y media de chorreo de información audiovisual.

Y nos ha convencido. Es el mejor instituto al que nuestros hijos podrían ir, aunque yo ya lo sabía. Antes fue el mío.

Hasta aquí, todo bien, pero como en todas las reuniones ha llegado el momento de… «¿tenéis alguna duda? ¿Alguien quiere preguntar algo?»

Y esperaba escuchar alguna pregunta sobre profesorado, ideario del centro, evaluaciones, normas disciplinarias…. Pero no, a los padres de las primeras filas les preocupaban otros temas:

– «Yo querría saber como está el tema de la venta de drogas en el instituto, se ven unas cosas en la televisión… «

– “Si, si, dentro del Instituto estarán controlados y seguros pero… ¿y fuera? Como sabemos que allí no intentan venderles drogas?”

– “¿Podemos pedir policía a las horas de salida de clase para que vigilen la calle y evitar elementos sospechosos?”

El director sonreía comprensivamente (han debido de ser muchos padres con las mismas preguntas a lo largo de estos años) pero yo no daba crédito. Soy de naturaleza más bien confiada, siempre lo he sido, y no suelo ver peligros tras cada farola de la calle. Quizás por eso mis hijos desde hace un par de años van solos al colegio y se mueven por el barrio con autonomía y la única ayuda de un móvil por si hay cambio de planes a la hora de comer, y toda la responsabilidad que he podido inculcarles a la hora de cruzar un semáforo.

Por lo demás sé que hay peligros reales, y que ocurren accidentes, y que lamentablemente hay psicópatas sueltos que deberían estar encerrados, pero no creo en el hombre del saco, ni en el de los caramelos, nunca me han ofrecido droga gratis a la salida del instituto (habría habido cola y se le habría acabado antes de que hubieran podido denunciarlo, por lo menos en mi época), ni me he tropezado con un exhibicionista… y como ya he dicho seguro que haberlos haylos… como las meigas… pero nunca he querido que condicionen mi vida, ni cuando mis padres me relacionaban todos los peligros posibles que una chica joven podía sufrir si salía por la noche, ni ahora, que debería preocuparme por mis hijos.

Cuanto daño hace la televisión…

LONDON CALLING

14 años. 2º de BUP. Primera fiesta de instituto. El anfitrión es amigo de una amiga de clase. Todos sus amigos son mayores que nosotros… van ya a 3º. Nervios y excitación.

En un enorme equipo de música al fondo del salón suena London Calling. En mi casa acaban de comprar un tocadiscos pero todavía no tenemos mucha música y me encanta descubrir nuevos grupos y admirar las carátulas de los discos.

Alguien me pasa un vaso de coca-cola lleno hasta arriba. Me deja un regusto como a colonia, así que supongo que lleva algún tipo de alcohol. La fiesta se va animando y llega gente conocida. Mi hermana está en otro grupo charlando animadamente. Me echa miradas de reojo mientras pruebo con otro tipo de combinado… quizás la ginebra con naranja no esté tan mala.

Me río mucho. Creo que tiro un vaso al suelo. Eso me hace mucha gracia.

Es mi último recuerdo agradable. Mi hermana me arrastra hasta uno de los dormitorios. Quiere que me tumbe un rato hasta que se me pase. ¿El qué? Estoy bien, no paro de repetirle, pero parece enfadada. Estoy en una cama donde hay una montaña enorme de abrigos y chaquetas, pienso que si me meto debajo nadie me encontrará y me da la risa. Me envuelve la oscuridad y empiezo a sentirme mareada. Quiero salir de la habitación pero no me deja. Ha venido con refuerzos y me han preparado un café con sal. Insisten en que si me lo bebo me sentiré mejor. Yo lo dudo. El brebaje está realmente horrible. Ahora quieren que vomite, pero yo no tengo ganas. Solo quiero que me dejen en paz.  

Consigo que me dejen tranquila un rato. Me siento en el suelo e intento que mi estómago deje de dar vueltas pero han intentado probar conmigo todos los remedios caseros para anular una cogorza y no solo no me la han quitado sino que ahora me encuentro francamente mal.

Recuerdo a mi padre ayudándome a bajar los escalones del patio. Nos cruzamos con tres chicos que entran y nos miran divertidos. Reconozco al del medio, es el que le gusta a mi hermana, que me mira con cara de perro. Nunca me lo perdonará.

Al día siguiente me cayó un sermón sobre lo peligroso que es mezclar aspirina con coca-cola (que inocentes eran nuestros padres) y mi hermana me repitió hasta la saciedad que nunca me perdonaría que nos hubiéramos tenido que ir tan pronto de la fiesta.

Pero lo que más recuerdo de aquella fiesta es la música. Y sobre todo a The Clash. La carátula con la fotografía en blanco y negro y las letras en rojo del disco Sandinista se me quedaron grabadas. Acabó siendo una de mis bandas favoritas y sigue sobreviviendo a otros muchos grupos que pasaron por mi vida.

Hoy hace 30 años de la publicación de uno de sus mejores trabajos: London Calling y no he podido evitar recordar aquella tarde.